domingo, 14 de julio de 2013

Un féretro virtual

Empecé a escribir La Sevilla del guiri, a sabiendas de que escribía sobre una etapa de mi vida.  En esta etapa tenía la suerte de estar forjando carácter, abriendo todos los recovecos del alma, alumbrándolos y siendo capaz de entender lo que descubría, todo provocado en gran parte por el sitio en el que vivía, o así me parecía.  Quizás lo mismo me habría ocurrido al vivir en cualquier tierra lejana, después de un cambio tan radical – de repente, a los 40 años, casado, con niños, hablando otro idioma (con dificultades), sin mi familia y gente de antes, casi siempre incómodo, a la defensiva.  Quizás lo que dio pie a tal visión interior haya sido simplemente mi extranjería.  Sea lo que fuera, la extrañeza a mi alrededor tenía una personalidad única e imponente, hasta tal punto que parecía estar presente en casi todo lo que yo hacía.  Como escritor, quería aprovechar, mientras durara, tal decorado y así la perspectiva que este aportaba hacia mi interior, consciente de que algún día el sitio dejara de tener tanto protagonismo en mi desarrollo y visión personal, y que, en este momento, tendría que dejar de escribir la serie, si quisiera seguir avanzando como persona y escritor.

Supongo que podría seguir escribiendo La Sevilla del guiri como distracción.  El problema es que la distracción me persigue por todas partes.  Cada cosa es una excusa para distraerme.  Lo difícil es encontrar una manera de centrarme en la sustancia de la vida, sin distracción.  Si no consigo esto, terminaré esta vida más o menos como la empecé: como poco más que un ser con impulsos y deseos; esto, en un adulto, viene a ser un tipo frustrado.  La escritura es la manera más eficaz que he encontrado para disfrutar de la vida más allá de mi cuerpo y mis caprichos.  Es a través de la palabra escrita cómo mejor llego a conocerme y a conocer a los demás.

Escribir con el objetivo de realizar grandes o aun pequeños descubrimientos sobre uno mismo, también significa escribir con el objetivo de crear arte.  No digo que lo haya conseguido con La Sevilla del guiri.  Digo que lo he intentado.  Escribí cada entrega, cumpliendo, lo mejor que podía, todas las exigencias que tal reto supone: expresarme con inteligencia, emoción y, sobre todo, con el rigor implacable que, si nos entregamos de lleno a él, acaba desnudando el alma.

Es insólito, tanto en este país como en el mío, que un escritor cuya máxima aspiración es crear arte, se dedique a crearla para un periódico.   Durante cuatro años, La Sevilla del guiri, publicada en el Diario de Sevilla, ha sido mi principal proyecto.  Todos los demás proyectos, que son muchos, han tenido que quedarse en un muy distante segundo plano.  No lamento haberme centrado tanto; lo celebro.  Al empezar a escribir la serie en mayo 2009, me di cuenta, después de casi 20 años dedicándome a textos largos de ficción, de que era con textos cortos de no ficción que podía más enérgicamente escarbar en el fondo de mí, y dejar constancia a lo descubierto con claridad y autoridad.  Así que, durante esta etapa de mi vida, el artículo periodístico ha sido mi género predilecto.

No sería justo esperar que otros escritores con tendencias artísticas compartan conmigo este entusiasmo con el artículo periodístico, sin embargo me extraña que, en España, donde es común que poetas, cuentistas y novelistas moonlight como articulistas y columnistas de opinión, más de estos no utilicen, de vez en cuando, sus espacios en los periódicos para intentar crear arte.  Además de hacer buena publicidad a su obra más importante (según ellos), podría, poquito a poco, ayudar a quitar éste estigma de poca permanencia, y por lo tanto de poco prestigio literario, que persigue las columnas periodísticas.  Aunque en España el talento está muchas veces al mando de la pluma periodística, parece no estar por la labor.  ¿Es por esnobismo, es decir, por el carácter supuestamente divulgador de las columnas, por llegar a mucho más lectores que poemas, cuentos y aun novelas, que los literatos de España, incluso ellos que escriben columnas, los menosprecian?

Durante mi etapa en el Diario de Sevilla, no menos de cinco hombres de letras han escrito columnas, y, entre ellos, sólo Enrique García Máiquez se ha dignado a regalarnos, cada año, un puñado de artículos sin caducidad, es decir, artículos que se atreven a desoír los temas del momento, o al menos a transcenderlos, para suscitar el interés en nosotros no sólo por los grandes temas de nuestro tiempo, sino de todos los tiempos.  Esto no es posible sin dar a la columna periodística el respeto que merece como género, es decir, reconociéndola como más grande que él o ella que la escribe, y así tratando los textos con el más meticuloso, sagrado cuidado.

No descarto que esta serie, aunque categóricamente terminado con Palabras finales siga teniendo vida, que llegue, tarde o temprano, más bien tarde, a nuevos lectores, y que se propague.  La era digital nos ha proporcionado la hemeroteca: una permanencia que los periodistas nunca hemos tenido antes.  Lo que ya es publicado, estará siempre expuesto en su féretro virtual, descansando en paz o en angustia.  Si tengo la fortuna de que un lector de sueños – uno que, como yo, mejor consigue conocer a sí mismo y a los demás a través de la palabra escrita – dé con un texto mío y quiera leer más del mismo autor, aun una obra entera, está al alcance de un clic.  Puede empezar desde el principio y llegar otra vez aquí, el Fin.

 

domingo, 30 de junio de 2013

Visto para sentencia

La premisa detrás de La Sevilla del guiri, que la gente de un sitio es distinta que la gente de otro, tiene una gran virtud: crea un conflicto sólido para impulsar una amena crónica: yo, el extranjero cabezudo, siempre intentando superar, con más o menos éxito, los estorbos puestos por los nativos.  También tiene un gran defecto: generaliza.  Aun reduciendo la premisa a los términos más prudentes posible, que hay ciertas características humanas más generalizadas en unas culturas que en otras, aun así no la puedo dar sustancia, salvo con anécdotas, que siempre están llenas de lagunas.  En sumo, parto de una premisa entretenida, pero sin rigor.

Si mantuviera que la gente de un sitio es distinta que la gente de otro por sus distintas historias, esta premisa no provocaría sospechas, pues es casi incuestionable.  Pero he elegido una vía más complicada, insinuando más de una vez, queriendo, que las diferencias, además de existir por motivos históricos, son intrínsecas.  Es un argumento etéreo, por no decir otra cosa peor.  Cualquier lector me podría poner mil ejemplos que me quitarían la razón.

Con un posicionamiento tan precario, he tenido que estar hiperalerta al plasmar los textos.  Escribía a sabiendas de que, con cualquier desliz, un aluvión de reproches legítimos me podría caer encima.  Algunas veces no he tenido argumento sólido del que podía agarrar.  Son gajes del oficio.  Soy de la opinión de que la valentía de un escritor radica, al menos en parte, en tener que defender un posicionamiento que es imposible defender con datos, o aun con lógica.  No me estoy echando flores.  Soy un escritor ambicioso, no valiente.  Si quiero dar la talla, no me queda más remedio que echarle cojones al asunto.

En El veredicto final, quería hacer dos cosas, ir terminando la serie con un toque positivo, y saldar cuentas con los sevillanos, con los que tengo una deuda de gratitud.  En La Sevilla del guiri, he emitido muchos juicos, tanto sobre los estadounidenses como sobre los sevillanos, pero a los sevillanos les he juzgado en la cara.  Así que, con este penúltimo artículo, me ocupé en dejar bien claro que sólo el juicio final tiene importancia, pues este pretende tenerlo todo en cuenta.  Estoy convencido de que, si estamos atentos y si mantenemos la mentalidad abierta, entonces lo bueno de un pueblo casi siempre tendrá más peso que lo malo.  El artículo se centra en los sevillanos, pero la afirmación vale igualmente bien con referencia a mis propios paisanos, aunque la mezcla de virtudes y defectos es distinta.

A fin de cuentas, el ser humano es más bueno que malo.  Otra corazonada mía por la que sólo podría abogar emocionalmente, no deductivamente.  Viva la anécdota.

domingo, 16 de junio de 2013

Escritor en busca de MacGuffin

Si ya tengo claro cómo Sevilla me beneficia (10 premios naranja para Sevilla) y cómo me jode (10 premios limón para Sevilla), temo que estamos llegando al momento de dejar Sevilla como tema.

Por un lado, Sevilla sólo ha sido una excusa para escribir sobre mí mismo.  Por otro lado, escribir sobre uno mismo, sin MacGuffin, es, para vuestro servidor, intentar escalar una pared de roca completamente lisa.  Sevilla me ha dado muchos puntos de apoyo para afianzar los dedos y pies.  Gracias tanto a la pared como a mi perseverancia he podido seguir subiendo.

No sé si he llegado a la cima.  No importa.  No fue la pared que quería conquistar, sino mi ser y sus misterios, exponiéndolo todo, y esto no tiene nada que ver con una cima, sino con un fondo.  Antes, los límites puestos por La Sevilla del guiri me estimulaban, tal como, por ejemplo, un metro estricto estimula a los poetas, o como las líneas de una cancha rigorosamente arbitrada estimulan a los ballplayers. Ahora estos límites me encasillan.

Al dejar La Sevilla del guiri, tendré que confiar en que me surja otro tema con posibilidades tan ricas como han sido las del Guiri para sacar lo mejor de mí.  No cabe duda de que lo hay.  Pero, al dar con él, puede que no haya posibilidad de publicar la obra en un foro que me trae a muchos lectores.  Estos voy a tener que sacrificar (temporalmente, si tengo suerte), si quiero mantener mi afán de superación.

Soy escritor en busca de un MacGuffin que me cunde las reservas hasta la última gota, y me pone implacablemente de manifiesto; sólo así me puedo observar, estudiar y analizar como a un ratón en un laberinto, y después publicar las conclusiones, para la posible diversión y edificación de los demás.  Escribir con una MacGuffin que me engancha hasta dejarme reventar por él, esto es, para mí, obrar en un estado de gracia.

 

domingo, 2 de junio de 2013

¿Qué hago ahora?

Un consejo sobre la escritura que se atribuya a Hemingway, “Write what you know”, es difícil traducir a español.  Traducirlo como “Escribe lo que sabes”, supondría que Hemingway no fuera consciente de que un verdadero escritor escribe para, no por, saber.  Creo que “Escribe lo que conoces” sería una traducción más acertada.  Para mí, ‘conocer’ significa ‘saber cosas acerca de’, que no es lo mismo que saber.  Yo, por lo menos, escribo sobre lo que conozco para quizás llegar a saberlo.

Hace cuatro años, al empezar a escribir La Sevilla del guiri, sabía cosas acerca de la ciudad, pero estas cosas aún estaban lejos de sedimentarse.  Ahora, después de escribir 100 capítulos de la serie, creo que sí saco del sedimento mis opiniones sobre la ciudad.

Por ejemplo, 10 premios naranja para Sevilla y10 premios limón para Sevilla (el segundo se publicará dentro de dos semanas) me salieron casi de un tirón.  No es que me salieron 7 o 8 premios, y tuve que apurar los límites del tema para dar con 3 o 2 más, o que me salieron 11 o aun 15 y tuve que recortar.  Me ocurría un premio, lo explicaba, me ocurría otro en seguida, lo explicaba, etcétera, hasta llegar a diez, y ya no me ocurrieron más.  En un santiamén, los organicé por orden de importancia.

Estoy seguro de que, en algún rincón de la mente, yo estaba trabajando en los listados durante mucho tiempo, sin darme cuenta.  Siempre me han gustado los números redondos y las líneas maestras; me parecen de confianza, aunque normalmente no soy capaz de producirlos sin mucho dudar y devanarme los sesos.  Lo que quiere todo esto decir es que, por la manera completa, contundente y aun catártica en la que los artículos se plasmaron, me pregunto si, después de 100,000 palabras consagradas a entender esta ciudad, ya escribo más de saber que de la sed de saber.  Esto, a cualquier escritor que se precie le debería servir como materia de reflexión.  Por el momento, sólo pondré por escrito lo siguiente:

Vicente Van Gogh, después de dedicarse durante diez años a su arte, escribió una carta a su hermano Teo, haciendo mención de un dibujo que acababa de hacer con gran rapidez y autoridad.  Se explicó: “Aunque lo terminé en 10 minutos, la verdad es que lo terminé en diez años y diez minutos”.

Empecé a escribir La Sevilla del guiri para saber por qué estoy en Sevilla, y a pesar de qué.  Después de cuatro años trabajando en ella, tengo las respuestas redondamente enumeradas y ordenadas.  ¿Qué hago ahora?

 

domingo, 19 de mayo de 2013

El patrón oro

Con La Sevilla del guiri he sacado provecho de todos los filones de oro que una crónica ofrece a un escritor: personajes principales y secundarios (uno de ellos siendo la ciudad en sí); un narrador a veces poco fiable; licencia poética que, en ocasiones, ha rozado (pero nunca ha llegado a ser) la ficción; diálogo, exposición (en todos los sentidos), metáfora, remembranzas, semblanzas, incisos.  Tachonando la obra con estas pepitas narrativas, he intentado, y creo que he conseguido, comunicar más que podría haberlo hecho con un estilo más austero.

Sin embargo, la cualidad que siempre se encuentra en las más contundentes y luminosas narrativas, la del desarrollo del personaje principal, no he podido, al menos a propósito, infundir a la obra.  Sólo he podido escribir sobre el momento y esperar que la suma de estos momentos tratados acabe mostrando este desarrollo.  El valor duradero (o falta de éste) de La Sevilla del guiri radica en lo bien (o lo mal) que la crónica comunica cómo la ciudad, o mis vivencias en la ciudad, o lo de escribir sobre estas vivencias, me han transformado.  Si al fin de la obra, parezco el mismo que parecía al principio, la obra es pasajera – en el mejor de los casos, oro chapado; en el peor de los casos, pirita.

Escribí ¿Picardía o desobediencia civil? pensando en cómo he cambiado después de siete años en Sevilla.  Pero el artículo trata un cambio superficial: de perspectiva, no de ser; de conocer, no de saber.  Por mucho que lo intente, si La Sevilla del guiri responde al patrón oro de la literatura, si es macizo, será por algo que se ha colado en la obra sin que me haya dado cuenta.

En este caso, y quizás en todos, lo más frustrante de dedicarse a ser artista es que él o ella que lo intenta nunca sabrá, con toda seguridad, si ha llegado a serlo.  Sin duda esta privación es por nuestro bien; al saber por ciencia cierta que hemos llegado al cumbre, esto, a un simple mortal, le haría caer estrepitosamente desde la gran altura que ha alcanzado.

 

domingo, 5 de mayo de 2013

El ombligo de todos

A finales de los setenta y a principios de los ochenta, cuando mi padre estaba en su apogeo como columnista, el periódico para el que escribía, The New York Daily News, tenía una tirada dominical de 3.000.000 ejemplares.  Ni pensaba en escribir sobre su vida más íntima, o sobre los vecinos, pues esto podría haber traído a él y a su familia consecuencias incómodas o aun feas.  Casi todo el mundo leía su columna con regularidad, o conocía a alguien que la leía con regularidad.

En contraste, si soy conocido en mi bloque y barrio, es por ser guiri, no por ser articulista en el periódico.  Los pocos vecinos que saben que escribo en el Diario de Sevilla, aunque esto les impresione, no me leen.  Así que, me libero de las consecuencias que podrían resultar al exponerme ante ellos o al exponer a ellos.  Menos mal, pues, si no escribiera sobre mí y la gente en mi entorno familiar y vecinal, no sé qué materia periodísticamente interesante estaría a mi alcance. 

Mi padre, como columnista en busca de materia, se reunía con su tertulia en un café de Brooklyn, vagaba por barrios y calles ajenas, asistía a actos, hablando con desconocidos, o citaba con peces gordos de la ciudad.  Yo busco materia al reunirme con mi mujer e hijos, al vagar por mi propio barrio, al asistir a mi día a día, y al tratar con funcionarios, tenderos, vecinos, mis alumnos, oficinistas del banco, y la familia y los amigos de mi mujer.

Habrá aquellos que dicen que, sin acceso a gente y actos de categoría, estoy, como periodista, más limitado que mi padre.  Depende.  Muchas veces mi padre escribía u opinaba sobre el tema, acto u hombre del momento, porque se veía obligado a hacerlo, no porque quería.  Habrá pensado: con todos los recursos de los que dispongo como columnista del Daily News, ¿me voy a mirar el ombligo?  Sin embargo, sus mejores columnas, aquellas que comunican tanto hoy como en el momento que se publicaron, ponen de manifiesto su ombligo.  Resulta que su ombligo era el ombligo de todos. 

Opinar sobre los poderes fácticos es importante, por supuesto, pero igualmente importante es escribir a ras de la calle, de nuestra calle, acerca de aquellos que viven allí, sobre todo acerca de uno en particular.  A mi juicio, teniendo en cuenta mi categoría como periodista, la mejor forma de profundizar en el periodo y sitio en los que vivo, es primero dedicarme a vivir como el ciudadano de a pie, y después dedicarme a contar, sin recato, lo que ocurre tanto alrededor de mí como dentro de mí.

Como decía, a la hora de decir la dura y vergonzosa verdad, tanto sobre uno mismo como sobre los demás, los escritores pocos conocidos y leídos, lo tenemos más fácil.  Si, de nuestros textos, sólo tenemos que responder ante nosotros, o ante una piña comprensiva, es más fácil olvidarnos de la prudencia y abrirnos de par en par.  ¿Habría escrito El calvario de mi mujer, si hubiese creído que el periódico llegaría a La Plaza Virgen de Fátima en Madre de Dios, donde la historia se desarrolla y donde suelo ir con mis hijos para comprar pan, fruta y verduras?  ¿Habría temido demasiado las consecuencias?  No quiero subestimarme.  Quizás, detrás del artículo, haya un poco de: “Vale, ¿no me leéis? Así que ¡toma!  ¡En toda la cara, sin daros cuenta!”  Quizás lo haya escrito, en parte, por desafiar a mi anonimato.  Que me descubran.

domingo, 21 de abril de 2013

A hacer música

Mi mujer (editora) no quería que se publicara La Ciudad Salvadora.  Dice que no está a la altura de los demás de mis artículos.  Puede que tenga razón, aunque temo que lo quería suprimir por dos motivos que no tienen tanto que ver con calidad artística: uno, por no creer que un lector español imaginase a un escritor yanqui capaz de burlar de sí mismo, y, dos, por querer mantener su (nuestra) dignidad, pues el artículo, a pesar de ridiculizar en vez de imponer mis opiniones, es poco decoroso.  Al final, decidí desautorizar a mi señora, en nombre de la verdad – la verdad sobre mí.  Demasiadas veces, soy como el diálogo del artículo me muestra; así de superficial, santurrón y sentencioso con los demás.  Hablo y pienso como una especie de mezcla de gurú de autoayuda y beato todo ufano, como si siempre saliera triunfante con mi sabiduría híbrida, cuando la realidad es otra.  Estoy convencido de que tengo que pasar por estos diálogos internos y externos, quedando en ridículo delante de los demás, seres queridos y extraños por igual, y también delante de mí, para, tras tales penalidades, poder, algún día, ver la luz.  Mi duda principal, como autor del artículo, es si he sido capaz de ilustrar algo importante con mi confusión, sin haber salido de ella.  ¿Quién sabe?  En cualquier caso, he intentado hacer música de ella.  El diálogo bien hecho siempre hace música.

Leer las conversaciones en las obras de Shakespeare, Tennessee Williams o Hemingway, los tres primeros maestros del diálogo que me acuden a la mente, equivale a estar embelesado por una composición hipnótica.  Para el escritor, este es el fin del diálogo: proporciona un auténtico placer musical para el lector.

Pero el diálogo también funciona como medio para hacer buena literatura.  A mi juicio, los tres ingredientes esenciales para el arte son la expresividad, el ritmo, y la eficacia.  En el primero radica la contundencia de la creación, en el segundo su gancho, y en el tercero su elegancia.  Uno se lleva al otro, claro.  Mientas voy cogiendo el ritmo idóneo para el dialogo, las frases siempre se simplifican, se hacen más magras, más aerodinámicas, y al mismo tiempo más cargadas y explosivas: el punto del iceberg se recorta, proporcionando la eficacia, y la parte sumergida se aumenta, proporcionando la expresividad.

Es posible que, después de trabajar tanto en afinar el ritmo de La Ciudad Salvadora, la letra sea tonta.  Al cantar mis mezquindades antes de entenderlas del todo, corro riesgos, sin duda.  Es posible que acabe rebajándome. Ya publicado el texto, lo peor que puede pasar es sufrir, junto con mi mujer, una pequeña humillación.  Que me haga más humilde.         

domingo, 7 de abril de 2013

Para aquellos que ojean

Herman Melville, autor estadounidense del colosal y casi shakesperiano Moby Dick, dijo que escribió para dos tipos de gente: “aquellos que ojean y aquellos que leen en profundidad”.  ¿Quién mejor tener presente tal mentalidad que un periodista?  Al coger un periódico, yo (como la gran mayoría) ojeo los titulares para los artículos que me pueden interesar, después ojeo estos artículos para saber si vale la pena leerlos enteros.  Muy pocas veces, al llegar al final de un artículo, columna o reseña, decido empezar de nuevo para leerlo en profundidad.  Cuando esto pasa, siento el placer de haber realizado un descubrimiento.

Escribo para llegar a ser este descubrimiento.  Alcanzar tal meta depende principalmente de lo bien que escribo, pero si nadie empiece a leerme, el logro de escribir bien sólo sirve para que yo conozca mejor mis musas –  lo que no es poco, pero tampoco es todo.

“A pesar del peligro, adelante”: este iba a ser el título del artículo que al final titulé Tocado por una santa y una estrella porno.  El primer título es edificante, el segundo morboso.  El tema del artículo es ambos.  Elegí enfatizar lo morboso en el título, porque así atraería más lectores.  Los medios justifican el fin, con tal de que no mientan.

Tengo la suerte de que, cuando un nuevo capítulo del guiri blog estrena, la versión digital del Diario de Sevilla cuelga el título, el atinado dibujo de Daniel Rosell, y un pequeño resumen en la portada.  Un día me di cuenta de que cuánto más refinados los títulos  (A la altura de mi oficio, Verde Navidad, La verborrea del éxito, por nombrar algunos) menos visitas tenían.  Como amante de la literatura y la poesía, me había vuelto demasiado acostumbrado a lo refinado (en exceso). Tuve que perder este refinamiento, al inventar títulos.  Como periodista, abrir con lo sutil equivale a intentar, durante la hora punta de Nueva York, detener un taxi con un queen’s wave (saludar con la mano como una reina a sus súbditos).   


domingo, 17 de marzo de 2013

La confesión

Escribo con un único objetivo: para un buen día poder morir en paz.  Como si esto no fuera lo suficientemente Católico, añado que considero al lector como mi confesor, detrás de una mampara insonorizada.  Es decir, me puede oír a mi, pero yo no a él o a ella.  Si esta forma de confesión te parece escaquearme de lo correctivo del sacramento, te digo que el silencio casi siempre ha sido más justo conmigo que un ser.  Me conoce mejor.

“Yo no soy racista, pero. . .” muestra cómo una confesión se presta a un tema.  El racismo, como tema, es empapado y socavado por los tópicos.  Había una sola posibilidad de convertir el artículo en algo único: escribir sobre mi experiencia personal del racismo, no como observador, sino como participante.  Hay muchos retratos del racismo escrito desde el punto de vista de la víctima, pero pocos desde el punto de vista del racista.  Elegí el segundo.

Confesar ser racista, además de centrarme en el buen camino como penitente, establece mi autoridad como articulista.  Si no fuera racista, ¿qué sabría yo sobre el asunto?, salvo que es un mal.  Todo el mundo con dos dedos de frente ya sabe esto.  No habría aprendido nada, ni el lector ni yo.  Principalmente yo.

 

domingo, 3 de marzo de 2013

Premio

Se dice que la señal de un verdadero poeta no es el número de poemas que ha publicado, sino el número que ha tirado a la basura.  En mi opinión, un poema depende más de talento e inspiración que un artículo.  Es más posible salvar un artículo mediocre con transpiración, perseverancia y prácticas.  De todas formas, porque es mi objetivo como periodista tomar mi obra tan en serio como los poetas toman la suya, habrá artículos que acaban eliminados.

En Julio de 2009, escribí un artículo que reprendía las críticas que mis vecinos dirigían al trabajo de algunos albañiles sudamericanos que acababan de poner suelos de mármol en las escaleras y rellanos de nuestro bloque.  A mi ver, el trabajo fue igual de bien o mejor que habría sido si lo hubiera hecho españoles.  Pero como de esto no podía estar seguro, y como la mayoría de las críticas habían venido de parados que antes habían trabajado en la construcción, el artículo me parecía más injusto que la injusticia que denunciaba.  A diferencia de los parados de mi bloque, yo atacaba a aquellos cuando ya estaban derrotados.  Por eso, lo suprimí.

Casi tres años después, me salió Prohibido Paraguayos, un artículo que tiene, como mínimo, fundamentos más sólidos.  Mientras el primer artículo vaciló y se disculpó, este se desarrolló despiadadamente al grano, sin dar explicaciones.  Puede que uno de sus defectos sea que no da tregua alguna a los denunciados.  Este defecto va de la mano de su virtud principal: su ritmo arrasador.

Quiero dejar claro que, cuando lo escribí, estaba decepcionado con Sevilla.  Me sentí marginado.  Me estaba dando cuenta, paranoicamente o no, de que la así llamada intelectualidad hispalense nunca me aceptaría, que ser guiri, aunque esto me abrió camino y me consiguió un foro, al final funcionaría en contra de mi carrera como escritor en Sevilla.  Aun temía que cuánto más destacara mi trabajo, cuánto más reluciera, peor, pues más razón tendrían los nativos para descartarlo.  Quizás sean estos sentimientos los que el primer intento faltaba: aunque yo había sentido la injusticia de criticar el trabajo de los sudamericanos, todavía no me había sentido identificado con ellos.  Como premio por mi paciencia y contención, podía, en este intento, desahogarme por motivos personales, sin tener que referirme a mí.  Al suprimir un artículo mediocre, gané otro que vale más.

 

domingo, 17 de febrero de 2013

Antes torpe que formulista

Hace algunos años, fui al recital de un cuentista estadounidense que acababa de publicar un libro magistral.  Dio una pequeña charla en la que dijo, como si tal cosa, casi con aburrimiento, que escribir cuentos le estaba haciendo cada vez más fácil.  En este, su primer libro, todos los cuentos, salvo uno, encendieron mi alma.  En su segundo libro, la mitad lo encendió.  En el tercero, sólo uno lo encendió.  No publicó más.  Quizás porque escribir ya no representaba ningún reto para él.


Mi padre escribió columnas, no cuentos.  Un vez me dijo: “El oficio nunca se hace mas fácil, pero quizás mejoremos”.  Si esta perogrullada tuviera una modificación, sería: “Si queremos mejorar, tenemos que asegurar que el oficio nunca se haga más fácil”.  La gran tentación y así que perdición de los articulistas es el formulismo.  Hay que huir de él como de la peste.

Llevaba mucho tiempo queriendo escribir sobre El Metropol Parasol de Sevilla, pero no daba con la tecla para hacerlo interesante para mí.  La polémica que rodeaba su construcción y financiación enturbiaba mucho el asunto.  Y encima su reluciente novedad.  Todo esto no me permitía ver hasta el fondo del pantano, por así decirlo.

Más de un año después de su inauguración, mi amigo londinense llegó a Sevilla de visita.  El Parasol fue un flechazo para él.  Dio la casualidad de que este amigo estaba sufriendo mucho en aquel momento por su vida amorosa, quizás debido a haberse dejado llevar por los flechazos.  Así cuajó la inspiración para Ensombrecidos por las‘setas’.

¿Cómo comparar lo estrafalario del ámbito del amor con lo estrafalario del ámbito de la arquitectura?  Opté por el diálogo, pues yo estaba apurado de espacio, y el diálogo bien hecho dice más con menos.  Afortunadamente no tuve que describir en detalle el Parasol.  La gran mayoría de mis lectores ya lo han visto, al menos en fotografías.  Lo que más me costó fue representar fielmente la vida amorosa de mi amigo.  La eficacia del artículo dependía de lo bien que podía hacer justicia a esta irracionalidad.  Lo hice en dos gordos y enredadísimos párrafos.  Se sitúan, sin elegancia, en medio del artículo, tal como El Parasol se sitúa en el casco antiguo de Sevilla.

domingo, 3 de febrero de 2013

Literatura a hurtadillas

Acudí a Ignacio F. Garmendia, el crítico literario del Diario de Sevilla, para pedir consejos sobre a qué editoriales les podría interesar un libro basado en los primeros cincuenta capítulos de La Sevilla del guiri.  Resultó que me había leído.  Contento por ello, y queriendo que supiera que yo había investigado el panorama de editoriales por cuenta propia, dejé caer el nombre de una editorial pequeña, local, centrada en libros de calidad, cultos, los que yo llamaría literatura.  “No”, saltó sin dudar.  Recomendó dos otras, también pequeñas y locales pero que apuestan por proyectos más, digamos, comerciales y, sin duda, mucho menos a mi gusto.

Este intercambio con Garmendia hizo que me enfrentara a una temible realidad.  Aunque amo la literatura, aunque sueño con escribirla, es posible que mi obra siempre sea demasiado transparente para llegar a serla.  Mi objetivo como articulista es facilitar el trabajo de mis lectores, y no exigir que se apliquen en comprenderme.  Pongo esmero para que nadie aprecie, a primera lectura, que está leyendo algo que procura ser duradero.  Como dijo el muy (¿quizás demasiado?) accesible poeta estadounidense, Billy Collins: “I do not pester you with the invisible gnats of meaning”.

Quizás así quito la grasa necesaria para que la oferta de mi menú se pegue a las costillas de mis lectores.  El escritor que busca, a toda costa, lo digerible no puede evitar el riesgo de eliminar precisamente el exceso que podría haber convertido su obra en un festín inolvidable.  Aspirar a escribir una obra fácil de digerir y al mismo tiempo imposible de olvidar, además de ser (y por ser) una posibilidad entre un millón, es un reto muy a lo yanqui.

Un par de semanas después de hablar con Garmendia, salió su reseña Estampas de la era ‘beat’, que tocaba a los bad boys Bukowski, Ginsberg y Hunter S. Thompson.  Con referencia al público estadounidense, le salió la siguiente joya de análisis cultural: “Ocurre con los norteamericanos que primero se escandalizan [por la obra de un autor] y luego [la] celebran, en ambos casos más allá de lo razonable”.

Por todo esto, y también gracias a la perspicacia inagotable de mi mujer, y una asistencia penetrante del periodista Paco Correal, surgió y cuajó La verborrea del éxito.

domingo, 20 de enero de 2013

¿Restricciones o libertad?

¿Cuál fomenta más la creatividad, las restricciones o la libertad?   Diría que la libertad, con tal de que no la tomemos por sentada, y no la confundamos con dar carta blanca a nuestros caprichos.  Normalmente la materia en sí, es decir la idea y la forma elegida para expresar o realizarla, nos ponen sus propias restricciones.  Corresponde al artista reconocerlas y acatarlas.  Los creadores más despóticos, que se niegan rotundamente todo tipo de crítica o regla, que piensan que su creatividad e intelecto nunca fallan y que su obra es intocable, no suelen llegar a ser artistas más allá de en sus propias fantasías.

Para mí, la libertad artística consiste en poder elegir mis restricciones.  La Sevilla del guiri me pone muchas restricciones.  En ella, no caben todos los temas que me fascinan.  Los textos no pueden exceder 950 palabras.  Por ser publicados en un periódico, hay registros de lenguaje a los que no puedo recurrir.  Todas estas limitaciones, y otras más, al contrario de inhibir mi creatividad, la animan.

También me restringe mi editora.  Como he dicho antes en este blog, mi editora es mi esposa.  Porque ella me quiere y es perspicaz (los únicos requisitos esenciales para un buen editor), le otorgo autoridad absoluta sobre lo que escribo.  Si dice que algo no funciona, aun si no puede explicar precisamente el porqué, le doy el beneficio de la duda, y lo elimino.  Manda ella.  Supongo que, por culpa de ella, he quitado ocurrencias agudas de mi obra.  Como todas las autoridades, ella puede fallar.  Pero por cada vez que ha amortiguado el impacto de mi obra, la ha salvado diez veces o más.

En ¿Secuelas de una dictadura?, escribo sobre el abuso de autoridad en España.  No tengo ningún problema con que una autoridad me limite, ni como escritor, ni como ciudadano, ni como ser.  De hecho me viene bien, siempre y cuando esta autoridad se preocupe de veras por mí, y no por conservarse.    

domingo, 6 de enero de 2013

La compensación

No soy partidario de pensar mucho antes de escribir.  Para mí, escribir es pensar.  Cada borrador es como otro refinamiento de mi pensamiento.  Si esbozo algo antes de escribir, esto es sólo para armarme del valor necesario para escribir.  Nada más empezar, ya no necesito el esbozo; ya no me sirve.

Empiezo a escribir con una intención y las propias palabras me llevan por otro camino.  Empiezo a escribir con una duda y las propias palabras me llevan a una resolución, o a una duda más significante.  Escribo tanto por entender bien un asunto como por no entenderlo bien.  

Empecé a escribir Sueños de un sevillano con algunos sueños de mi mujer y algunos  sueños míos, con la esperanza de que las palabras me los iluminaran.  A medida que escribía, algunos posibles significados me ocurrieron (estrafalarios, pero no por eso descartables).  En eso radica la compensación de escribir.  Escribo por las sorpresas – es decir, por la emoción, perspicacia y sensatez – que me las aporta.

Lo que más me sorprendió al escribir Sueños de un sevillano fue que cada sueño de mi mujer tenía un homólogo en mi historia personal.  No tenía la más mínima idea de que eso fuera el caso hasta que llegué al punto de desenlazar el artículo.   Mi mente inconsciente me regaló el desenlace.  Qué apropiado en un artículo sobre los sueños.