domingo, 24 de junio de 2012

Un bullshit detector fiable

Con Metro de amor, me propuse a escribir un artículo sobre el amor, apurando los límites del periodismo.  Intenté lo que quizás no fuera (sea) capaz de conseguir, y lo he conseguido lo suficientemente bien para dejar que se publicara.

No habría corrido el riesgo de intentar (y mucho menos soltar) un artículo así, si no hubiera tenido el respaldo de mi editor, que es mi mujer.  Jamás he conocido a alguien con un bullshit detector (detector de gilipolleces) tan sensible.  No exagero en absoluto al decir que, sin ella, haría el ridículo cada vez que publicara un artículo.  El periódico no sería sino mi picota.

Hoy en día los editores de verdad no existen en los periódicos.  Sólo hay correctores de estilo, haciendo su trabajo mecánico.  El periodismo sufre como consecuencia.  Los directores quieren artículos cada vez más cortos, pensando que la extensión aburre a los lectores.  Lo que aburre a los lectores son artículos fofos, con palabras, frases, y aun párrafos de bajo rendimiento, por estar poco o nada trabajados.  Tanto un artículo corto (una entrada de un blog, por ejemplo) como uno largo puede abundar en grasa.  Para quitarla es necesario un cirujano de primera categoría, una especia en extinción, por lo menos en EE.UU.  Quizás en España, donde el estilo barroco impera, este tipo de editor haya sido siempre una especie alienígena.

No necesito a mi mujer para quitar la grasa de mi obra.  Para asegurar que mis artículos, al publicarse, son casi todo musculo, los trabajo hasta la saciedad.  Necesito a mi mujer como editor en la misma capacidad que un novelista o un poeta necesita un buen editor: para cuestionar o refinar ideas, lógica, retórica (y aun textos enteros) de segunda categoría.  El solo hecho de que mi mujer esté allí, me anima a correr riesgos, porque sé que si, al jugársela, no acierto, ella evitará que el resultado salga a la luz.

A la hora de correr riesgos en la escritura, hay dos instigadores de gilipolleces siempre al acecho de mí: la presunción y la vanidad.  La presunción me hace pensar que no puedo fallar, y la vanidad me hace intentar llamar la atención a lo listo y valiente que creo ser.

Mi mujer es un editor con un don para las palabras, un don para ver la verdad detrás de las palabras, y un don para sacar la verdad de mí. 

domingo, 10 de junio de 2012

Evitando informaciones meteorológicas

Tengo un miedo mortal de aburrir a mis lectores.  Esto tiene una gran influencia en mi estilo, que es irónico, directo y anecdótico.  El hecho de que mi padre fuera articulista para la prensa popular (‘the tabloids’ se llaman en el inglés yanqui), también influye.  No le gustaron los escritores que se recreaban en descripciones, “weather reports” (información meteorológica) en su jerga periodística.  Tuvo poca paciencia para llegar al grano de cualquier texto.  Sólo soportaba que el humor o una anécdota le detuvieran.  Para él, tanto el humor como las anécdotas tenían un fin (o grano) propio, que añadían o no al grano principal sin ambigüedad.  Creía que un estilo sencillo y franco era más valiente.  Y es cierto que muchos escritores utilizan la opacidad como defensa: con tal de que nadie les entienda, nadie les puede criticar.  Y si el lector se aburre con una descripción prolongada, el escritor se consuele al pensar que este miembro de su público no es lo suficientemente culto para apreciar su prosa, o no lo suficientemente inteligente para coger el contexto subyacente.

Como escritor, esto es mi bagaje cultural.  Siempre estoy quitando los adjetivos y adverbios de mis frases, buscando verbos y sustantivos más sólidos y precisos, o el detalle perfecto para sustituir dos o tres detalles aceptables, o tachando floritura o palabras inútiles.  De tiempo en tiempo surge – como ha surgido en ¡Opá, que voy a largá! con la descripción de las tapas que mi hermano engulló – una anécdota que me da licencia libre de abandonarme a la información meteorológica.  “A big set-up only when the punch-line merits it”, mi padre podría haber dicho: un montaje pormenorizado, sólo cuando el golpe final lo merezca.