sábado, 22 de diciembre de 2012

Comiendo tarta

Un periodista tiene la obligación de saber – saber por haber vivido y por estar viviendo – la vida del ciudadano de a pie.  Si vives como un privilegiado, con y como La Corte, las aberraciones de aquellos que mandan no te dan el cante, o si te lo dan, no es para tanto.  Si comes tarta con la reina, y ella dice, al enterarse que protestan por la escasez de pan, “¡Que coman tarta!” quizás te parece un poco insensible, pero no te entran ganas de cortarle la cabeza.  

En Sevilla, vivo entre la clase baja.  Aclaremos que las clases bajas de esta sociedad son, en un contexto global, también unos privilegiados.  Hay que decir también que, a diferencia de la mayoría de mis vecinos, mi estatus social ha sido más mi elección que mi suerte.  Aun así, gracias a la vida que llevo, tengo una idea más clara sobre lo que un ser humano verdaderamente necesita para sentirse seguro, digno, relevante y aun a gusto.  Aún mejor (para un periodista), por vivir como y entre los ciudadanos de segunda o aun tercera clase, vivo en directo y a diario casi todos los incumplimientos, descuidos y políticas miopes de nuestros gobernadores.

Tal como los políticos debaten y promulgan leyes y elaboran presupuestos para regular la sanidad, la educación, el transporte público, sin apenas utilizarlos, los periodistas de política no entran, mucho menos viven en barrios humildes, aún menos en barrios desgraciados.  Apenas patean la vía pública, salvo cerca de sus casas, oficinas y las oficinas de aquellos a los que cubren.  Para ellos, el paro es una lacra al acecho, no su vía crucis o un hecho cotidiano.  ¿Algunos de ellos meten a sus hijos en la educación pública?  Tanto el follón administrativo y la impersonalidad de la sanidad pública como su abuso por los usuarios son, para los supuestos expertos, que se enteran a través de terceros, una indignidad hipotética.  Por lo tanto, acaban escribiendo sobre lo que saben, y para aquellos a los que conocen, es decir para interesar a los políticos, a sus plantillas y a los demás escritores de política, no para exponer, con pelos y señales, hasta qué punto y hasta qué profundidad llega el alcance de la mala gestión del pueblo.  Eso, simplemente porque no lo sufren lo suficiente en sus vidas cotidianas.

Claro está que los políticos están alejados de la realidad.  Una gran parte de la culpa la tienen los periódicos que dedican tanto espacio a los desaires e indirectos intercambiados entre ellos, sus mezquinas rivalidades de poder y todo el cotilleo y soso espectáculo acerca de semejante circo de faranduleros.  Quizás los periódicos están en crisis porque han dejado de escribir sobre lo que nos importa.

Escribí parte I de Carta abierta al alcalde para demostrar que, pese a tener cada día más contundentes motivos por no tener esperanzas de la política, sigo teniéndolas.  Digan lo que digan los sondeos, creo que los españoles en su mayoría comparten mis esperanzas redomadas, lo cual es lo único que los políticos tienen a su favor.

Escribí parte II para demostrar cómo los políticos, al conseguir sus cargos, escupen en la cara de nuestra buena fe, tanto con sus acciones como con sus palabras.  Los periodistas de política tienen la responsabilidad de exponer todos estos timos perpetrados en nombre de la política.  Pero no lo hacen como es debido, porque están comiendo tarta con la reina.

domingo, 9 de diciembre de 2012

La inevitable eventualidad

Cuando leí que el alcalde de Sevilla había llamado el Diario de Sevilla “el periódico de referencia en Sevilla”, de repente me di cuenta de que, si escribiera una Carta abierta al alcalde, probablemente la leería.  ¿Cómo podría dejar pasar la oportunidad de expresarme, con pelos y señales, al encargado de mi ciudad adoptiva?

Al tomar la decisión de escribir sobre la política, o, aún menos típico de mí, sobre un político, el reto se convirtió en cómo hacer esto sin que el artículo tuviera una fecha de caducidad.  Quizás una imposibilidad.  De todas formas, lo intenté esforzándome al máximo.  Primero, no lo nombré, convirtiéndolo en El Político, o más bien, en Nuestras Esperanzas de El Político, y a mí en La Voz Expectante, Insistente y a Veces Inocente del Pueblo.  Tal dinámica siempre ha existido y siempre existirá.  Segundo, en vez de escribir sobre él, escribí a él, de hombre a hombre, centrándome en su carácter y su porte, en vez de en su plataforma y cv.  Si la primera táctica impersonalizó el asunto, la segunda hizo todo lo contrario.  Y tercero, escribí, siempre que fuera posible, sobre las verdades universales de La Corte (sus engaños, auto o no, sus aires de superioridad, y su alejamiento de la realidad) en lugar de temas de actualidad, y los políticos concretos implicados en ellos.

En la segunda parte de la carta (que se publicará en dos semanas), aunque no pude evitar referirme a temas de actualidad, lo hice en la forma más genérica posible, pero no por eso menos especifica.  Eliminé todos los detalles, la mayoría nombres propios, que sólo llevan un significado sugerente o emotivo en el presente.  Mis únicas concesiones al presente, hacer mención de Mike Bloomberg, el alcalde de Nueva York, y del Caixafórum de Sevilla, fueron incluidas para no socavar el fundamento principal de cualquier periodista que se precie: la claridad.

Aunque parezca que no, escribir para el lector de todos los tiempos casi siempre hace el texto más, no menos, pertinente a la actualidad, en gran parte porque lo hace más ameno, en el sentido digno del termino.  Inclina a una cobertura, no exhaustiva, sino de lo imprescindible; a informar a través de la descripción; a narrar en vez de explicar; al lenguaje figurado más que al literal.  No podemos dar nada por sentado, tenemos que escribir con sumo rigor.

Habiendo dicho todo esto, la segunda parte de la carta, precisamente porque se ata más al presente, es la que tiene más intensidad y fuerza.  Ya veréis.  Tuve que abrazar el lado más efímero del periodismo.  Al fin y al cabo, el valor de nuestra obra, un poco como el valor de la obra de un artista escénico, radica en su eventualidad.  Al abrir el periódico, al subirse el telón, arranca; al cerrar el periódico, al bajar el telón, ya ha pasado a la historia.