domingo, 28 de octubre de 2012

Una medida preventiva

Intento organizar mi vida para que, si me rindiera a la tentación de conformarme con el camino más fácil, hiciera daño no sólo a mí, sino a aquellos que (y a lo que) más respeto y amo.  No conozco otra forma más eficaz de desarrollar mi carácter.

Por ejemplo, no inscribí a mis hijos en educación prescolar, aunque al hacerlo yo podría haber pasado toda la mañana tranquilamente escribiendo o impartiendo clases de inglés.  Pasar a mi prole al sistema me pareció un recurso tan fácil que me sentía como si alguien me tendiera una trampa.  Para no caer en ella, decidí mantener a mis hijos conmigo, y llevar todo el cargo y la responsabilidad que eso conllevara.  Tomé la decisión con el objetivo, en parte, de forjarme el carácter, aunque no lo habría tomado, si no creyera que el carácter de mis hijos estaba más en juego que el mío.

Ya ha pasado más de un año y, en cuanto a mí, ya veo el resultado de haber desafiado lo más cómodo.  Vivo con más rigor.  Si no organizo bien las mañanas, mis hijos las pasan viendo la tele o peleándose entre ellos, o, en la calle, se quedan y se quejan todo el tiempo en el carrito mientras hago los mandados a toda prisa.  Por otro lado, si organizo bien las mañanas, todos jugamos mucho rato en el parque o andamos tranquilamente por la vía publica, investigando y entreteniéndonos a nuestro amor.  En esta situación y en todas, si yo fuera el único que sufriera las consecuencias de mi mala organización, las podría aguantar.  Pero al ver a mis hijos estancarse por mi culpa, me preocupo en enmendarme.

Pasa igual con mi escritura.  Si escribiera sobre la política, o la moda, o los deportes, o incluso las artes, al no dar cuerpo y alma a los textos, al cometer fallos y descuidos evitables, esto sólo pondría en peligro mi futuro y mi reputación como escritor.  La política, la moda, los deportes y las artes permanecerían intactos, intocados.  Pero cuando escribo sobre mi familia, o mis seres queridos, o mis creencias y convicciones más profundas, cada frase que no sea digna y precisa es una ofensa contra lo que para mí es sagrado.  Sólo entonces escribo con sumo cuidado.

Escribí Limpiando el panteón, que tiene que ver con la muerte de mi padre, como si su inmortalidad dependiera del resultado.  Es el hombre que más he admirado en la vida.  Si me hubiera dejado caer en los tópicos y lo sentimental, habría sido mancillar todo lo que él representaba y sigue representando para mí.

Lo que quiero decir sobre el oficio es sencillo.  Si queremos escribir en plena forma, tenemos que elegir los temas que no nos dejan, por amor propio y aún más por amor de los demás, ni el más mínimo margen de error.

domingo, 14 de octubre de 2012

Un estilista por defecto

Muchos lectores y aun escritores creen erróneamente que el estilo de un escritor es el resultado de su don para las palabras.  Estoy de acuerdo con Hemingway de que el estilo es el resultado de la torpeza de un escritor.  Defino el estilo como el regusto que dejamos al oído de un buen lector, al superar, en la mejor manera que sabemos, las dificultades de expresarnos.  Aun diría que cuánto más fácilmente escribamos, menos probable que nuestro verdadero estilo se haga ver.

Empecé a aprender castellano hace siete años. Sigue siendo y siempre será un idioma extranjero para mí.  Los matices del idioma, en su mayoría, me eluden.  Es como si a un pintor le quitaran su paleta de colores infinitos, y tuviera que hacer arte con rotuladores.  No le quedaría otro remedio que relegar los medios a su (debido) papel prosaico y dar cara.  Al empezar escribir en castellano, sólo entonces mi personalidad como escritor, tal como la de un árbol podado, logró demostrar su verdadera valía.

En ¡A por el bilingüismo! intenté explicar lo difícil que es aprender, en profundidad, otro idioma.  Para saber lo difícil que es esto, tienes que vivirlo, intentar llegar a ser bilingüe, y fracasar.  Muchas veces me deprime el camino que me queda todavía por andar, si quiero llegar a mi muy, pero muy exigente meta de fluidez total en este segundo idioma.  Me enfadan los timos perpetrados por las academias al intentar vender sus programas de aprendizaje.  Todo esto me parecía imposible expresar, aún más en castellano.  Quizás en inglés, con una paleta rebosante de colores, podría haber hecho justica digna a mi anhelo y frustración.  Pero no me extrañaría si aquel artículo, aunque más matizado y aún conseguido, también habría sido más estéril, salido más de mi mente que de mis entrañas.  Al poner manos a la obra en castellano, me salieron, en lugar de anhelo y frustración, alegría y humor.  Claro que el resultado se queda corto, que no alcanza describir la rotunda realidad de mis sentimientos, pero no por eso es menos cierto.  En el humor y la alegría del artículo radican tres cosas que son, a veces, lo mismo: su estilo, su insuficiencia, y su verdad.

Louis Sullivan, el arquitecto estadounidense y pionero en el diseño de los rascacielos, trabajaba bajo el lema, “form follows function.”  (la forma resulta de la función).  Se puede aplicar el lema a todas las artes.  Yo diría que, también en todas las artes, “style follows disfuntion” (el estilo resulta de la disfunción).  Intentamos expresar algo que no es posible expresar con los medios de los que disponemos.  Cuánto menos posible nos parezca poder expresarlo con estos medios, más alma y empeño ponemos en el intento.  De este intento fallido, redimido por el alma y empeño que se nos han corrido por la obra en la lucha, brota el estilo.