domingo, 19 de mayo de 2013

El patrón oro

Con La Sevilla del guiri he sacado provecho de todos los filones de oro que una crónica ofrece a un escritor: personajes principales y secundarios (uno de ellos siendo la ciudad en sí); un narrador a veces poco fiable; licencia poética que, en ocasiones, ha rozado (pero nunca ha llegado a ser) la ficción; diálogo, exposición (en todos los sentidos), metáfora, remembranzas, semblanzas, incisos.  Tachonando la obra con estas pepitas narrativas, he intentado, y creo que he conseguido, comunicar más que podría haberlo hecho con un estilo más austero.

Sin embargo, la cualidad que siempre se encuentra en las más contundentes y luminosas narrativas, la del desarrollo del personaje principal, no he podido, al menos a propósito, infundir a la obra.  Sólo he podido escribir sobre el momento y esperar que la suma de estos momentos tratados acabe mostrando este desarrollo.  El valor duradero (o falta de éste) de La Sevilla del guiri radica en lo bien (o lo mal) que la crónica comunica cómo la ciudad, o mis vivencias en la ciudad, o lo de escribir sobre estas vivencias, me han transformado.  Si al fin de la obra, parezco el mismo que parecía al principio, la obra es pasajera – en el mejor de los casos, oro chapado; en el peor de los casos, pirita.

Escribí ¿Picardía o desobediencia civil? pensando en cómo he cambiado después de siete años en Sevilla.  Pero el artículo trata un cambio superficial: de perspectiva, no de ser; de conocer, no de saber.  Por mucho que lo intente, si La Sevilla del guiri responde al patrón oro de la literatura, si es macizo, será por algo que se ha colado en la obra sin que me haya dado cuenta.

En este caso, y quizás en todos, lo más frustrante de dedicarse a ser artista es que él o ella que lo intenta nunca sabrá, con toda seguridad, si ha llegado a serlo.  Sin duda esta privación es por nuestro bien; al saber por ciencia cierta que hemos llegado al cumbre, esto, a un simple mortal, le haría caer estrepitosamente desde la gran altura que ha alcanzado.

 

domingo, 5 de mayo de 2013

El ombligo de todos

A finales de los setenta y a principios de los ochenta, cuando mi padre estaba en su apogeo como columnista, el periódico para el que escribía, The New York Daily News, tenía una tirada dominical de 3.000.000 ejemplares.  Ni pensaba en escribir sobre su vida más íntima, o sobre los vecinos, pues esto podría haber traído a él y a su familia consecuencias incómodas o aun feas.  Casi todo el mundo leía su columna con regularidad, o conocía a alguien que la leía con regularidad.

En contraste, si soy conocido en mi bloque y barrio, es por ser guiri, no por ser articulista en el periódico.  Los pocos vecinos que saben que escribo en el Diario de Sevilla, aunque esto les impresione, no me leen.  Así que, me libero de las consecuencias que podrían resultar al exponerme ante ellos o al exponer a ellos.  Menos mal, pues, si no escribiera sobre mí y la gente en mi entorno familiar y vecinal, no sé qué materia periodísticamente interesante estaría a mi alcance. 

Mi padre, como columnista en busca de materia, se reunía con su tertulia en un café de Brooklyn, vagaba por barrios y calles ajenas, asistía a actos, hablando con desconocidos, o citaba con peces gordos de la ciudad.  Yo busco materia al reunirme con mi mujer e hijos, al vagar por mi propio barrio, al asistir a mi día a día, y al tratar con funcionarios, tenderos, vecinos, mis alumnos, oficinistas del banco, y la familia y los amigos de mi mujer.

Habrá aquellos que dicen que, sin acceso a gente y actos de categoría, estoy, como periodista, más limitado que mi padre.  Depende.  Muchas veces mi padre escribía u opinaba sobre el tema, acto u hombre del momento, porque se veía obligado a hacerlo, no porque quería.  Habrá pensado: con todos los recursos de los que dispongo como columnista del Daily News, ¿me voy a mirar el ombligo?  Sin embargo, sus mejores columnas, aquellas que comunican tanto hoy como en el momento que se publicaron, ponen de manifiesto su ombligo.  Resulta que su ombligo era el ombligo de todos. 

Opinar sobre los poderes fácticos es importante, por supuesto, pero igualmente importante es escribir a ras de la calle, de nuestra calle, acerca de aquellos que viven allí, sobre todo acerca de uno en particular.  A mi juicio, teniendo en cuenta mi categoría como periodista, la mejor forma de profundizar en el periodo y sitio en los que vivo, es primero dedicarme a vivir como el ciudadano de a pie, y después dedicarme a contar, sin recato, lo que ocurre tanto alrededor de mí como dentro de mí.

Como decía, a la hora de decir la dura y vergonzosa verdad, tanto sobre uno mismo como sobre los demás, los escritores pocos conocidos y leídos, lo tenemos más fácil.  Si, de nuestros textos, sólo tenemos que responder ante nosotros, o ante una piña comprensiva, es más fácil olvidarnos de la prudencia y abrirnos de par en par.  ¿Habría escrito El calvario de mi mujer, si hubiese creído que el periódico llegaría a La Plaza Virgen de Fátima en Madre de Dios, donde la historia se desarrolla y donde suelo ir con mis hijos para comprar pan, fruta y verduras?  ¿Habría temido demasiado las consecuencias?  No quiero subestimarme.  Quizás, detrás del artículo, haya un poco de: “Vale, ¿no me leéis? Así que ¡toma!  ¡En toda la cara, sin daros cuenta!”  Quizás lo haya escrito, en parte, por desafiar a mi anonimato.  Que me descubran.