domingo, 6 de enero de 2013

La compensación

No soy partidario de pensar mucho antes de escribir.  Para mí, escribir es pensar.  Cada borrador es como otro refinamiento de mi pensamiento.  Si esbozo algo antes de escribir, esto es sólo para armarme del valor necesario para escribir.  Nada más empezar, ya no necesito el esbozo; ya no me sirve.

Empiezo a escribir con una intención y las propias palabras me llevan por otro camino.  Empiezo a escribir con una duda y las propias palabras me llevan a una resolución, o a una duda más significante.  Escribo tanto por entender bien un asunto como por no entenderlo bien.  

Empecé a escribir Sueños de un sevillano con algunos sueños de mi mujer y algunos  sueños míos, con la esperanza de que las palabras me los iluminaran.  A medida que escribía, algunos posibles significados me ocurrieron (estrafalarios, pero no por eso descartables).  En eso radica la compensación de escribir.  Escribo por las sorpresas – es decir, por la emoción, perspicacia y sensatez – que me las aporta.

Lo que más me sorprendió al escribir Sueños de un sevillano fue que cada sueño de mi mujer tenía un homólogo en mi historia personal.  No tenía la más mínima idea de que eso fuera el caso hasta que llegué al punto de desenlazar el artículo.   Mi mente inconsciente me regaló el desenlace.  Qué apropiado en un artículo sobre los sueños.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Comiendo tarta

Un periodista tiene la obligación de saber – saber por haber vivido y por estar viviendo – la vida del ciudadano de a pie.  Si vives como un privilegiado, con y como La Corte, las aberraciones de aquellos que mandan no te dan el cante, o si te lo dan, no es para tanto.  Si comes tarta con la reina, y ella dice, al enterarse que protestan por la escasez de pan, “¡Que coman tarta!” quizás te parece un poco insensible, pero no te entran ganas de cortarle la cabeza.  

En Sevilla, vivo entre la clase baja.  Aclaremos que las clases bajas de esta sociedad son, en un contexto global, también unos privilegiados.  Hay que decir también que, a diferencia de la mayoría de mis vecinos, mi estatus social ha sido más mi elección que mi suerte.  Aun así, gracias a la vida que llevo, tengo una idea más clara sobre lo que un ser humano verdaderamente necesita para sentirse seguro, digno, relevante y aun a gusto.  Aún mejor (para un periodista), por vivir como y entre los ciudadanos de segunda o aun tercera clase, vivo en directo y a diario casi todos los incumplimientos, descuidos y políticas miopes de nuestros gobernadores.

Tal como los políticos debaten y promulgan leyes y elaboran presupuestos para regular la sanidad, la educación, el transporte público, sin apenas utilizarlos, los periodistas de política no entran, mucho menos viven en barrios humildes, aún menos en barrios desgraciados.  Apenas patean la vía pública, salvo cerca de sus casas, oficinas y las oficinas de aquellos a los que cubren.  Para ellos, el paro es una lacra al acecho, no su vía crucis o un hecho cotidiano.  ¿Algunos de ellos meten a sus hijos en la educación pública?  Tanto el follón administrativo y la impersonalidad de la sanidad pública como su abuso por los usuarios son, para los supuestos expertos, que se enteran a través de terceros, una indignidad hipotética.  Por lo tanto, acaban escribiendo sobre lo que saben, y para aquellos a los que conocen, es decir para interesar a los políticos, a sus plantillas y a los demás escritores de política, no para exponer, con pelos y señales, hasta qué punto y hasta qué profundidad llega el alcance de la mala gestión del pueblo.  Eso, simplemente porque no lo sufren lo suficiente en sus vidas cotidianas.

Claro está que los políticos están alejados de la realidad.  Una gran parte de la culpa la tienen los periódicos que dedican tanto espacio a los desaires e indirectos intercambiados entre ellos, sus mezquinas rivalidades de poder y todo el cotilleo y soso espectáculo acerca de semejante circo de faranduleros.  Quizás los periódicos están en crisis porque han dejado de escribir sobre lo que nos importa.

Escribí parte I de Carta abierta al alcalde para demostrar que, pese a tener cada día más contundentes motivos por no tener esperanzas de la política, sigo teniéndolas.  Digan lo que digan los sondeos, creo que los españoles en su mayoría comparten mis esperanzas redomadas, lo cual es lo único que los políticos tienen a su favor.

Escribí parte II para demostrar cómo los políticos, al conseguir sus cargos, escupen en la cara de nuestra buena fe, tanto con sus acciones como con sus palabras.  Los periodistas de política tienen la responsabilidad de exponer todos estos timos perpetrados en nombre de la política.  Pero no lo hacen como es debido, porque están comiendo tarta con la reina.

domingo, 9 de diciembre de 2012

La inevitable eventualidad

Cuando leí que el alcalde de Sevilla había llamado el Diario de Sevilla “el periódico de referencia en Sevilla”, de repente me di cuenta de que, si escribiera una Carta abierta al alcalde, probablemente la leería.  ¿Cómo podría dejar pasar la oportunidad de expresarme, con pelos y señales, al encargado de mi ciudad adoptiva?

Al tomar la decisión de escribir sobre la política, o, aún menos típico de mí, sobre un político, el reto se convirtió en cómo hacer esto sin que el artículo tuviera una fecha de caducidad.  Quizás una imposibilidad.  De todas formas, lo intenté esforzándome al máximo.  Primero, no lo nombré, convirtiéndolo en El Político, o más bien, en Nuestras Esperanzas de El Político, y a mí en La Voz Expectante, Insistente y a Veces Inocente del Pueblo.  Tal dinámica siempre ha existido y siempre existirá.  Segundo, en vez de escribir sobre él, escribí a él, de hombre a hombre, centrándome en su carácter y su porte, en vez de en su plataforma y cv.  Si la primera táctica impersonalizó el asunto, la segunda hizo todo lo contrario.  Y tercero, escribí, siempre que fuera posible, sobre las verdades universales de La Corte (sus engaños, auto o no, sus aires de superioridad, y su alejamiento de la realidad) en lugar de temas de actualidad, y los políticos concretos implicados en ellos.

En la segunda parte de la carta (que se publicará en dos semanas), aunque no pude evitar referirme a temas de actualidad, lo hice en la forma más genérica posible, pero no por eso menos especifica.  Eliminé todos los detalles, la mayoría nombres propios, que sólo llevan un significado sugerente o emotivo en el presente.  Mis únicas concesiones al presente, hacer mención de Mike Bloomberg, el alcalde de Nueva York, y del Caixafórum de Sevilla, fueron incluidas para no socavar el fundamento principal de cualquier periodista que se precie: la claridad.

Aunque parezca que no, escribir para el lector de todos los tiempos casi siempre hace el texto más, no menos, pertinente a la actualidad, en gran parte porque lo hace más ameno, en el sentido digno del termino.  Inclina a una cobertura, no exhaustiva, sino de lo imprescindible; a informar a través de la descripción; a narrar en vez de explicar; al lenguaje figurado más que al literal.  No podemos dar nada por sentado, tenemos que escribir con sumo rigor.

Habiendo dicho todo esto, la segunda parte de la carta, precisamente porque se ata más al presente, es la que tiene más intensidad y fuerza.  Ya veréis.  Tuve que abrazar el lado más efímero del periodismo.  Al fin y al cabo, el valor de nuestra obra, un poco como el valor de la obra de un artista escénico, radica en su eventualidad.  Al abrir el periódico, al subirse el telón, arranca; al cerrar el periódico, al bajar el telón, ya ha pasado a la historia.

domingo, 25 de noviembre de 2012

En contradicción conmigo mismo

Uno de los fundamentos religiosos que cité en Dios como nosotros lo concebimos, “siempre anteponer los principios a las personalidades”, es contraproducente a la convincente escritura personal, en la que siempre tenemos que anteponer los personajes al propósito, y lo determinado al dogma.

Mi padre solía decir que el buen periodismo trata sobre gente, no sobre sucesos.  Yo añadiría que la buena escritura trata sobre personalidades, no sobre ideas.  Ideas aclaran un asunto, las personalidades lo enturbian.  Para mí, la verdad es siempre turbia.  Así pues cuánto más me contradigo en mis textos, queriendo o no, mejor.  Mi autocontradicción es una señal que todavía estoy a salvo, abierto a cambios e incluso revoluciones, y así desarrollándome.

Tomemos la frase: “En la familia radica la felicidad”.  No sólo es cierta, sino defina una idea por y para la que vivo.  Viviré fiel a ella hasta que la muerte nos separe.  ¡Cómo me lleno la boca decirlo!  ¡Cómo me hincho de mi bueno y solido carácter!  Sin embargo, al vivir según esta premisa, descubro que, en mi familia, también radica casi toda mi frustración y hastío.  Al fin y al cabo, la frase, “En la familia radica la felicidad” es ni más ni menos cierta o falsa que “En la familia radica la infelicidad”.

A la hora de tratar el asunto de familia, existe una sola solución para un escritor: escribir sobre una familia en particular (siempre elijo la mía), especialmente las personalidades de las que consta.  Así existe la posibilidad que nos salga la verdad concreta, no sólo sobre lo que es la familia, sino sobre lo que es la felicidad y la infelicidad también.

En Dios comonosotros lo concebimos, escribí sobre la religión, algo tan personal y polifacético como la familia.  El artículo habría sido en vano, un conjunto de palabras vacías y frases vagas, si no tuviera como protagonista la persona, no la idea, que más me ha definido y ha hecho indefinible el asunto.

domingo, 11 de noviembre de 2012

El buen camino

Según mi mujer, doy la impresión de ser frio en los momentos fuertes y felices de la vida.  No dudo que tenga razón.  En vez de vivir y sentir estos momentos en el momento, los siento y los vivo después, al retratarlos por escrito.  Al sentarme ante una hoja en blanco, todo en lo que me he fijado en el momento, todo lo analizado, me ayuda a descifrar mis sentimientos, y así embellecer o ridiculizarlos, como corresponde.  Sin mi escritura, desaparecería, o no me comprendería, que es lo mismo.

Antes de empezar, en 2008, a escribir en español para los españoles, me dediqué a escribir ficción, quizás porque era el género que más leía.  Al plasmar mi obra, novelaba los momentos fuertes y felices, además de los personajes que los sentían o no.  Al encontrar, casi por casualidad, un foro, el Diario de Sevilla, que consentía publicar mi crónica real sobre un guiri – yo mismo – en Sevilla, llegó el momento de enfrentarme y hacer callar de una vez por todas a los demonios internos que me decían que en mi día a día tal como era no podría consistir la literatura.

Si el periodismo es el género en el que, ahora mismo, más rotundamente y claramente suena mi voz, entonces el método más infalible para dar con temas ricos es colocarme en escenarios con potencial de emocionarme y después observarme con despego.  Por eso, sabía de antemano que cosecharía mucha materia prima en la boda de mi hermano.  Después de separar el grano de la paja, el resultado es Boda de vírgenes.

Si quiero algún día alcanzar las alturas de la literatura, el buen camino, para mí, es dar el respeto debido a mi vida como es, e intentar hacerle justicia al contarla.  Si por este camino nunca llego a ser artista, al menos me habré refutado mi frialdad.

domingo, 28 de octubre de 2012

Una medida preventiva

Intento organizar mi vida para que, si me rindiera a la tentación de conformarme con el camino más fácil, hiciera daño no sólo a mí, sino a aquellos que (y a lo que) más respeto y amo.  No conozco otra forma más eficaz de desarrollar mi carácter.

Por ejemplo, no inscribí a mis hijos en educación prescolar, aunque al hacerlo yo podría haber pasado toda la mañana tranquilamente escribiendo o impartiendo clases de inglés.  Pasar a mi prole al sistema me pareció un recurso tan fácil que me sentía como si alguien me tendiera una trampa.  Para no caer en ella, decidí mantener a mis hijos conmigo, y llevar todo el cargo y la responsabilidad que eso conllevara.  Tomé la decisión con el objetivo, en parte, de forjarme el carácter, aunque no lo habría tomado, si no creyera que el carácter de mis hijos estaba más en juego que el mío.

Ya ha pasado más de un año y, en cuanto a mí, ya veo el resultado de haber desafiado lo más cómodo.  Vivo con más rigor.  Si no organizo bien las mañanas, mis hijos las pasan viendo la tele o peleándose entre ellos, o, en la calle, se quedan y se quejan todo el tiempo en el carrito mientras hago los mandados a toda prisa.  Por otro lado, si organizo bien las mañanas, todos jugamos mucho rato en el parque o andamos tranquilamente por la vía publica, investigando y entreteniéndonos a nuestro amor.  En esta situación y en todas, si yo fuera el único que sufriera las consecuencias de mi mala organización, las podría aguantar.  Pero al ver a mis hijos estancarse por mi culpa, me preocupo en enmendarme.

Pasa igual con mi escritura.  Si escribiera sobre la política, o la moda, o los deportes, o incluso las artes, al no dar cuerpo y alma a los textos, al cometer fallos y descuidos evitables, esto sólo pondría en peligro mi futuro y mi reputación como escritor.  La política, la moda, los deportes y las artes permanecerían intactos, intocados.  Pero cuando escribo sobre mi familia, o mis seres queridos, o mis creencias y convicciones más profundas, cada frase que no sea digna y precisa es una ofensa contra lo que para mí es sagrado.  Sólo entonces escribo con sumo cuidado.

Escribí Limpiando el panteón, que tiene que ver con la muerte de mi padre, como si su inmortalidad dependiera del resultado.  Es el hombre que más he admirado en la vida.  Si me hubiera dejado caer en los tópicos y lo sentimental, habría sido mancillar todo lo que él representaba y sigue representando para mí.

Lo que quiero decir sobre el oficio es sencillo.  Si queremos escribir en plena forma, tenemos que elegir los temas que no nos dejan, por amor propio y aún más por amor de los demás, ni el más mínimo margen de error.

domingo, 14 de octubre de 2012

Un estilista por defecto

Muchos lectores y aun escritores creen erróneamente que el estilo de un escritor es el resultado de su don para las palabras.  Estoy de acuerdo con Hemingway de que el estilo es el resultado de la torpeza de un escritor.  Defino el estilo como el regusto que dejamos al oído de un buen lector, al superar, en la mejor manera que sabemos, las dificultades de expresarnos.  Aun diría que cuánto más fácilmente escribamos, menos probable que nuestro verdadero estilo se haga ver.

Empecé a aprender castellano hace siete años. Sigue siendo y siempre será un idioma extranjero para mí.  Los matices del idioma, en su mayoría, me eluden.  Es como si a un pintor le quitaran su paleta de colores infinitos, y tuviera que hacer arte con rotuladores.  No le quedaría otro remedio que relegar los medios a su (debido) papel prosaico y dar cara.  Al empezar escribir en castellano, sólo entonces mi personalidad como escritor, tal como la de un árbol podado, logró demostrar su verdadera valía.

En ¡A por el bilingüismo! intenté explicar lo difícil que es aprender, en profundidad, otro idioma.  Para saber lo difícil que es esto, tienes que vivirlo, intentar llegar a ser bilingüe, y fracasar.  Muchas veces me deprime el camino que me queda todavía por andar, si quiero llegar a mi muy, pero muy exigente meta de fluidez total en este segundo idioma.  Me enfadan los timos perpetrados por las academias al intentar vender sus programas de aprendizaje.  Todo esto me parecía imposible expresar, aún más en castellano.  Quizás en inglés, con una paleta rebosante de colores, podría haber hecho justica digna a mi anhelo y frustración.  Pero no me extrañaría si aquel artículo, aunque más matizado y aún conseguido, también habría sido más estéril, salido más de mi mente que de mis entrañas.  Al poner manos a la obra en castellano, me salieron, en lugar de anhelo y frustración, alegría y humor.  Claro que el resultado se queda corto, que no alcanza describir la rotunda realidad de mis sentimientos, pero no por eso es menos cierto.  En el humor y la alegría del artículo radican tres cosas que son, a veces, lo mismo: su estilo, su insuficiencia, y su verdad.

Louis Sullivan, el arquitecto estadounidense y pionero en el diseño de los rascacielos, trabajaba bajo el lema, “form follows function.”  (la forma resulta de la función).  Se puede aplicar el lema a todas las artes.  Yo diría que, también en todas las artes, “style follows disfuntion” (el estilo resulta de la disfunción).  Intentamos expresar algo que no es posible expresar con los medios de los que disponemos.  Cuánto menos posible nos parezca poder expresarlo con estos medios, más alma y empeño ponemos en el intento.  De este intento fallido, redimido por el alma y empeño que se nos han corrido por la obra en la lucha, brota el estilo.