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sábado, 7 de junio de 2014

Sobre mi competencia (el paquete de seis)

Lo primero que quería hacer era prepararme.  Como el tema de mi libro es la comparación de Estados Unidos, Nueva York concretamente, con España, Sevilla concretamente, me puse a leer exitosos retratos de Andalucía escritos por guiris, y exitosos retratos de Nueva York escritos por españoles.  Cuando todavía estaba escribiendo casi exclusivamente sobre Sevilla, no había querido que ningún otro escritor me influyese.  De repente, me sentía obligado a leer la competencia.  La obligación se convirtió de inmediato en un placer.  Cuando no me resultaba un placer, yo abandonaba el libro, sin las más mínimas reservas, y empezaba otro.  Hasta ahora, he terminado seis, tres en inglés, y tres en español.  Aquí teneis mis impresiones sobre mi competencia, en el orden en el que leí sus libros.  Empezamos, como debe ser, con el toro semental:

Sur de Granada (1957), de Gerald Brenan: Brenan, como retratista y analista, fue un psicólogo excepcional.  Los españoles han tenido la gran suerte de que Brenan dirigiera su ojo astuto hacia ellos, pues, podría haberlo dirigido hacia cualquier pueblo y cultura, y el resultado habría sido igual de perspicaz e imperecedero.  Por ejemplo, cómo es posible que un americano o un español (objetivo, huelga decir) no se descubra ante el golpe siguiente: “La querida o amante desempeña un papel un poco distinto en el sur de España al que desempeña en otros países.  Para el hombre casado, ella es un lujo – tan cara de mantener como un coche americano, y mucho menos gratificante, pues no puede enseñarla con orgullo a sus amigos.”  El libro está lleno de joyas así de atinadas.  Yo, como escritor, terminé el libro sintiéndome tan respaldado como superado en mis observaciones.

Entre limones (1999), de Chris Stewart: un libro injustamente desdeñado por los literatos. Desde el principio al fin, en cada una de sus frases, Stewart consigue ser siempre desenvuelto e interesante.  No hay una nota falsa en todo el libro.  Ni el fantasma de prepotencia ni el de presuntuosidad asoma a sus páginas (precisamente lo que asoma sin pudor a las reseñas que descartan el libro de Stewart como una crónica cursi).  Se ríe de sí mismo (algo casi inaudito en un escritor español, o en un crítico) y respeta cien por cien la cultura y la gente sobre las que escribe.  Aun me atrevería a decir que hay una escena en el libro digna de Cervantes: aquella en la que un lugareño de carácter dudoso lleva al Stewart al pueblo más cercano a su finca en la Alpujarra.  El lugareño va montado a caballo, tirando de un burro en el que Stewart va a lomos con el resto de la carga, a la vista de todos.  Solo un escritor humilde, corajudo e íntegro podría haber plasmado tal escena.    

La fábrica de luz (2003), de Michael Jacobs: De todos los libros escritos por mi competencia, este es el que más me ha parecido una obra de arte, en el sentido más clásico de la palabra.  Jacobs escribe sobre sus experiencias en Frailes, un pueblo de Jaén.  Ambos él y el pueblo se transforman durante el transcurso de la historia.  Después de una serie de hechos casi milagrosos, los personajes, con el pueblo incluido, nunca volverán a ser los mismos.  La historia despertó envidia sana en mí, y después congoja, al enterarme de que Jacobs murió de cáncer el 11 de enero, cuando yo aún estaba leyendo su libro.  Si el mundo es justo, el libro seguirá vivo durante generaciones, desafiando a la muerte terrenal del autor.

Historias de Nueva York (2006), de Enric González: Me ensenó mucho sobre la historia cruel de mi ciudad nativa.  Es periodismo puro y duro, escrito con gran concisión y destreza.  Al principio, González dice: “Nueva York me gusta más allá de lo razonable.  Amo a esa ciudad.  Por otro lado, Nueva York tiene mucho de amante fatal y en este momento prefiero amarla a distancia.  No creo que vuelva a verla.”  Pienso exactamente igual.  Los mejores momentos del libro vienen cuando la personalidad del autor sale a regañadientes.  Me quedo con una sola frase, más bien un inciso.  Cuando muere un ex compañero y amigo mientras ejerce su oficio en Haití, González escribe: “No pude llorar, como no pude, y no puedo, por la muerte de mi hija.  Sí lloré cuando murió Enough, mi gata.  Debo de tener averiado el mecanismo de la lágrima”.  No pudo llorar, y no puede, por la muerte de su hija.  No da más detalles.

Ventanas de Manhattan (2004), de Antonio Muñoz Molina: Si el libro de Enric González me ensenó mucho de la historia mi ciudad nativa, el de Molina me enseñó de lugares.  Visitaré estos lugares en el futuro, y con el privilegio añadido de haberlos conocido y vivido primero a través de los sentidos y las opiniones del autor.  ¡Qué hombre más culto, atento y efusivo!  Mientras el libro de González es escaso en expresividad personal, el libro de Muñoz Molina se pasa de ella, o casi.  Para mí, parte del arte del autor en este libro es que sabía precisamente mi límite de saciedad.  Una y otra vez, justamente en el momento en el que me preguntaba si Muñoz Molina me estaba contando demasiado sobre un asunto, pasaba a otro.  Y la guinda: comparte mi preferencia de escribir en cafés.  Es el único culto al que conozco, en ambos lados del atlántico, que habla bien de Starbucks.  Dice: “En el café se está solo y se disfruta a la vez de la compañía rumorosa de la gente. . .  En el café se es a la vez sedentario y transeúnte. . . [L]o que se escribe en el café . . . tiene. . . una cualidad de inmediatez, de azar, de la que carece la escritura hecha en el cuarto de trabajo.”  Tal como debo una parte de la estructura y el estilo de ¿Qué pinto yo aquí? a los cafés de Sevilla en los que lo escribí, Muñoz Molina puede dar las gracias a Starbucks por la estructura y el estilo de Ventanas de Manhattan.  ¿Quién dice que al comercialismo flagrante no puede fomentar  las artes?
 
 

La ciudad automática (1942), de Julio Camba: Camba es único.  No hay otro escritor parecido, y nunca habrá, ni en español, ni en inglés, ni en cualquier otro idioma.  En este libro, escribe sobre el Nueva York de los años 30, pero casi todo lo que escribe sobre la mentalidad y la psicología de los americanos se podría aplicar hoy mismo.  Por ejemplo: “Las chicas,… si beben y se emborrachan, no es por gusto, sino más bien por deber. … Es… una inmoralidad puritana… por decreto. . . [una] forma colectiva y ostentatoria del vicio.”  Pocos escritores en el mundo han tenido el don de Camba de entender y explicar las intenciones y motivos retorcidos del ser humano, individualmente o colectivamente.  Con un sentido de humor feroz, y un estilo engañosamente sencillo, nos descubre lo desconocido y oscuro de nuestra alma.  Si un americano quiere saber las fuerzas culturales que influyen en él, que lea este libro con gran atención.

domingo, 14 de julio de 2013

Un féretro virtual

Empecé a escribir La Sevilla del guiri, a sabiendas de que escribía sobre una etapa de mi vida.  En esta etapa tenía la suerte de estar forjando carácter, abriendo todos los recovecos del alma, alumbrándolos y siendo capaz de entender lo que descubría, todo provocado en gran parte por el sitio en el que vivía, o así me parecía.  Quizás lo mismo me habría ocurrido al vivir en cualquier tierra lejana, después de un cambio tan radical – de repente, a los 40 años, casado, con niños, hablando otro idioma (con dificultades), sin mi familia y gente de antes, casi siempre incómodo, a la defensiva.  Quizás lo que dio pie a tal visión interior haya sido simplemente mi extranjería.  Sea lo que fuera, la extrañeza a mi alrededor tenía una personalidad única e imponente, hasta tal punto que parecía estar presente en casi todo lo que yo hacía.  Como escritor, quería aprovechar, mientras durara, tal decorado y así la perspectiva que este aportaba hacia mi interior, consciente de que algún día el sitio dejara de tener tanto protagonismo en mi desarrollo y visión personal, y que, en este momento, tendría que dejar de escribir la serie, si quisiera seguir avanzando como persona y escritor.

Supongo que podría seguir escribiendo La Sevilla del guiri como distracción.  El problema es que la distracción me persigue por todas partes.  Cada cosa es una excusa para distraerme.  Lo difícil es encontrar una manera de centrarme en la sustancia de la vida, sin distracción.  Si no consigo esto, terminaré esta vida más o menos como la empecé: como poco más que un ser con impulsos y deseos; esto, en un adulto, viene a ser un tipo frustrado.  La escritura es la manera más eficaz que he encontrado para disfrutar de la vida más allá de mi cuerpo y mis caprichos.  Es a través de la palabra escrita cómo mejor llego a conocerme y a conocer a los demás.

Escribir con el objetivo de realizar grandes o aun pequeños descubrimientos sobre uno mismo, también significa escribir con el objetivo de crear arte.  No digo que lo haya conseguido con La Sevilla del guiri.  Digo que lo he intentado.  Escribí cada entrega, cumpliendo, lo mejor que podía, todas las exigencias que tal reto supone: expresarme con inteligencia, emoción y, sobre todo, con el rigor implacable que, si nos entregamos de lleno a él, acaba desnudando el alma.

Es insólito, tanto en este país como en el mío, que un escritor cuya máxima aspiración es crear arte, se dedique a crearla para un periódico.   Durante cuatro años, La Sevilla del guiri, publicada en el Diario de Sevilla, ha sido mi principal proyecto.  Todos los demás proyectos, que son muchos, han tenido que quedarse en un muy distante segundo plano.  No lamento haberme centrado tanto; lo celebro.  Al empezar a escribir la serie en mayo 2009, me di cuenta, después de casi 20 años dedicándome a textos largos de ficción, de que era con textos cortos de no ficción que podía más enérgicamente escarbar en el fondo de mí, y dejar constancia a lo descubierto con claridad y autoridad.  Así que, durante esta etapa de mi vida, el artículo periodístico ha sido mi género predilecto.

No sería justo esperar que otros escritores con tendencias artísticas compartan conmigo este entusiasmo con el artículo periodístico, sin embargo me extraña que, en España, donde es común que poetas, cuentistas y novelistas moonlight como articulistas y columnistas de opinión, más de estos no utilicen, de vez en cuando, sus espacios en los periódicos para intentar crear arte.  Además de hacer buena publicidad a su obra más importante (según ellos), podría, poquito a poco, ayudar a quitar éste estigma de poca permanencia, y por lo tanto de poco prestigio literario, que persigue las columnas periodísticas.  Aunque en España el talento está muchas veces al mando de la pluma periodística, parece no estar por la labor.  ¿Es por esnobismo, es decir, por el carácter supuestamente divulgador de las columnas, por llegar a mucho más lectores que poemas, cuentos y aun novelas, que los literatos de España, incluso ellos que escriben columnas, los menosprecian?

Durante mi etapa en el Diario de Sevilla, no menos de cinco hombres de letras han escrito columnas, y, entre ellos, sólo Enrique García Máiquez se ha dignado a regalarnos, cada año, un puñado de artículos sin caducidad, es decir, artículos que se atreven a desoír los temas del momento, o al menos a transcenderlos, para suscitar el interés en nosotros no sólo por los grandes temas de nuestro tiempo, sino de todos los tiempos.  Esto no es posible sin dar a la columna periodística el respeto que merece como género, es decir, reconociéndola como más grande que él o ella que la escribe, y así tratando los textos con el más meticuloso, sagrado cuidado.

No descarto que esta serie, aunque categóricamente terminado con Palabras finales siga teniendo vida, que llegue, tarde o temprano, más bien tarde, a nuevos lectores, y que se propague.  La era digital nos ha proporcionado la hemeroteca: una permanencia que los periodistas nunca hemos tenido antes.  Lo que ya es publicado, estará siempre expuesto en su féretro virtual, descansando en paz o en angustia.  Si tengo la fortuna de que un lector de sueños – uno que, como yo, mejor consigue conocer a sí mismo y a los demás a través de la palabra escrita – dé con un texto mío y quiera leer más del mismo autor, aun una obra entera, está al alcance de un clic.  Puede empezar desde el principio y llegar otra vez aquí, el Fin.

 

domingo, 2 de junio de 2013

¿Qué hago ahora?

Un consejo sobre la escritura que se atribuya a Hemingway, “Write what you know”, es difícil traducir a español.  Traducirlo como “Escribe lo que sabes”, supondría que Hemingway no fuera consciente de que un verdadero escritor escribe para, no por, saber.  Creo que “Escribe lo que conoces” sería una traducción más acertada.  Para mí, ‘conocer’ significa ‘saber cosas acerca de’, que no es lo mismo que saber.  Yo, por lo menos, escribo sobre lo que conozco para quizás llegar a saberlo.

Hace cuatro años, al empezar a escribir La Sevilla del guiri, sabía cosas acerca de la ciudad, pero estas cosas aún estaban lejos de sedimentarse.  Ahora, después de escribir 100 capítulos de la serie, creo que sí saco del sedimento mis opiniones sobre la ciudad.

Por ejemplo, 10 premios naranja para Sevilla y10 premios limón para Sevilla (el segundo se publicará dentro de dos semanas) me salieron casi de un tirón.  No es que me salieron 7 o 8 premios, y tuve que apurar los límites del tema para dar con 3 o 2 más, o que me salieron 11 o aun 15 y tuve que recortar.  Me ocurría un premio, lo explicaba, me ocurría otro en seguida, lo explicaba, etcétera, hasta llegar a diez, y ya no me ocurrieron más.  En un santiamén, los organicé por orden de importancia.

Estoy seguro de que, en algún rincón de la mente, yo estaba trabajando en los listados durante mucho tiempo, sin darme cuenta.  Siempre me han gustado los números redondos y las líneas maestras; me parecen de confianza, aunque normalmente no soy capaz de producirlos sin mucho dudar y devanarme los sesos.  Lo que quiere todo esto decir es que, por la manera completa, contundente y aun catártica en la que los artículos se plasmaron, me pregunto si, después de 100,000 palabras consagradas a entender esta ciudad, ya escribo más de saber que de la sed de saber.  Esto, a cualquier escritor que se precie le debería servir como materia de reflexión.  Por el momento, sólo pondré por escrito lo siguiente:

Vicente Van Gogh, después de dedicarse durante diez años a su arte, escribió una carta a su hermano Teo, haciendo mención de un dibujo que acababa de hacer con gran rapidez y autoridad.  Se explicó: “Aunque lo terminé en 10 minutos, la verdad es que lo terminé en diez años y diez minutos”.

Empecé a escribir La Sevilla del guiri para saber por qué estoy en Sevilla, y a pesar de qué.  Después de cuatro años trabajando en ella, tengo las respuestas redondamente enumeradas y ordenadas.  ¿Qué hago ahora?

 

domingo, 21 de abril de 2013

A hacer música

Mi mujer (editora) no quería que se publicara La Ciudad Salvadora.  Dice que no está a la altura de los demás de mis artículos.  Puede que tenga razón, aunque temo que lo quería suprimir por dos motivos que no tienen tanto que ver con calidad artística: uno, por no creer que un lector español imaginase a un escritor yanqui capaz de burlar de sí mismo, y, dos, por querer mantener su (nuestra) dignidad, pues el artículo, a pesar de ridiculizar en vez de imponer mis opiniones, es poco decoroso.  Al final, decidí desautorizar a mi señora, en nombre de la verdad – la verdad sobre mí.  Demasiadas veces, soy como el diálogo del artículo me muestra; así de superficial, santurrón y sentencioso con los demás.  Hablo y pienso como una especie de mezcla de gurú de autoayuda y beato todo ufano, como si siempre saliera triunfante con mi sabiduría híbrida, cuando la realidad es otra.  Estoy convencido de que tengo que pasar por estos diálogos internos y externos, quedando en ridículo delante de los demás, seres queridos y extraños por igual, y también delante de mí, para, tras tales penalidades, poder, algún día, ver la luz.  Mi duda principal, como autor del artículo, es si he sido capaz de ilustrar algo importante con mi confusión, sin haber salido de ella.  ¿Quién sabe?  En cualquier caso, he intentado hacer música de ella.  El diálogo bien hecho siempre hace música.

Leer las conversaciones en las obras de Shakespeare, Tennessee Williams o Hemingway, los tres primeros maestros del diálogo que me acuden a la mente, equivale a estar embelesado por una composición hipnótica.  Para el escritor, este es el fin del diálogo: proporciona un auténtico placer musical para el lector.

Pero el diálogo también funciona como medio para hacer buena literatura.  A mi juicio, los tres ingredientes esenciales para el arte son la expresividad, el ritmo, y la eficacia.  En el primero radica la contundencia de la creación, en el segundo su gancho, y en el tercero su elegancia.  Uno se lleva al otro, claro.  Mientas voy cogiendo el ritmo idóneo para el dialogo, las frases siempre se simplifican, se hacen más magras, más aerodinámicas, y al mismo tiempo más cargadas y explosivas: el punto del iceberg se recorta, proporcionando la eficacia, y la parte sumergida se aumenta, proporcionando la expresividad.

Es posible que, después de trabajar tanto en afinar el ritmo de La Ciudad Salvadora, la letra sea tonta.  Al cantar mis mezquindades antes de entenderlas del todo, corro riesgos, sin duda.  Es posible que acabe rebajándome. Ya publicado el texto, lo peor que puede pasar es sufrir, junto con mi mujer, una pequeña humillación.  Que me haga más humilde.         

domingo, 7 de abril de 2013

Para aquellos que ojean

Herman Melville, autor estadounidense del colosal y casi shakesperiano Moby Dick, dijo que escribió para dos tipos de gente: “aquellos que ojean y aquellos que leen en profundidad”.  ¿Quién mejor tener presente tal mentalidad que un periodista?  Al coger un periódico, yo (como la gran mayoría) ojeo los titulares para los artículos que me pueden interesar, después ojeo estos artículos para saber si vale la pena leerlos enteros.  Muy pocas veces, al llegar al final de un artículo, columna o reseña, decido empezar de nuevo para leerlo en profundidad.  Cuando esto pasa, siento el placer de haber realizado un descubrimiento.

Escribo para llegar a ser este descubrimiento.  Alcanzar tal meta depende principalmente de lo bien que escribo, pero si nadie empiece a leerme, el logro de escribir bien sólo sirve para que yo conozca mejor mis musas –  lo que no es poco, pero tampoco es todo.

“A pesar del peligro, adelante”: este iba a ser el título del artículo que al final titulé Tocado por una santa y una estrella porno.  El primer título es edificante, el segundo morboso.  El tema del artículo es ambos.  Elegí enfatizar lo morboso en el título, porque así atraería más lectores.  Los medios justifican el fin, con tal de que no mientan.

Tengo la suerte de que, cuando un nuevo capítulo del guiri blog estrena, la versión digital del Diario de Sevilla cuelga el título, el atinado dibujo de Daniel Rosell, y un pequeño resumen en la portada.  Un día me di cuenta de que cuánto más refinados los títulos  (A la altura de mi oficio, Verde Navidad, La verborrea del éxito, por nombrar algunos) menos visitas tenían.  Como amante de la literatura y la poesía, me había vuelto demasiado acostumbrado a lo refinado (en exceso). Tuve que perder este refinamiento, al inventar títulos.  Como periodista, abrir con lo sutil equivale a intentar, durante la hora punta de Nueva York, detener un taxi con un queen’s wave (saludar con la mano como una reina a sus súbditos).   


domingo, 17 de febrero de 2013

Antes torpe que formulista

Hace algunos años, fui al recital de un cuentista estadounidense que acababa de publicar un libro magistral.  Dio una pequeña charla en la que dijo, como si tal cosa, casi con aburrimiento, que escribir cuentos le estaba haciendo cada vez más fácil.  En este, su primer libro, todos los cuentos, salvo uno, encendieron mi alma.  En su segundo libro, la mitad lo encendió.  En el tercero, sólo uno lo encendió.  No publicó más.  Quizás porque escribir ya no representaba ningún reto para él.


Mi padre escribió columnas, no cuentos.  Un vez me dijo: “El oficio nunca se hace mas fácil, pero quizás mejoremos”.  Si esta perogrullada tuviera una modificación, sería: “Si queremos mejorar, tenemos que asegurar que el oficio nunca se haga más fácil”.  La gran tentación y así que perdición de los articulistas es el formulismo.  Hay que huir de él como de la peste.

Llevaba mucho tiempo queriendo escribir sobre El Metropol Parasol de Sevilla, pero no daba con la tecla para hacerlo interesante para mí.  La polémica que rodeaba su construcción y financiación enturbiaba mucho el asunto.  Y encima su reluciente novedad.  Todo esto no me permitía ver hasta el fondo del pantano, por así decirlo.

Más de un año después de su inauguración, mi amigo londinense llegó a Sevilla de visita.  El Parasol fue un flechazo para él.  Dio la casualidad de que este amigo estaba sufriendo mucho en aquel momento por su vida amorosa, quizás debido a haberse dejado llevar por los flechazos.  Así cuajó la inspiración para Ensombrecidos por las‘setas’.

¿Cómo comparar lo estrafalario del ámbito del amor con lo estrafalario del ámbito de la arquitectura?  Opté por el diálogo, pues yo estaba apurado de espacio, y el diálogo bien hecho dice más con menos.  Afortunadamente no tuve que describir en detalle el Parasol.  La gran mayoría de mis lectores ya lo han visto, al menos en fotografías.  Lo que más me costó fue representar fielmente la vida amorosa de mi amigo.  La eficacia del artículo dependía de lo bien que podía hacer justicia a esta irracionalidad.  Lo hice en dos gordos y enredadísimos párrafos.  Se sitúan, sin elegancia, en medio del artículo, tal como El Parasol se sitúa en el casco antiguo de Sevilla.

domingo, 3 de febrero de 2013

Literatura a hurtadillas

Acudí a Ignacio F. Garmendia, el crítico literario del Diario de Sevilla, para pedir consejos sobre a qué editoriales les podría interesar un libro basado en los primeros cincuenta capítulos de La Sevilla del guiri.  Resultó que me había leído.  Contento por ello, y queriendo que supiera que yo había investigado el panorama de editoriales por cuenta propia, dejé caer el nombre de una editorial pequeña, local, centrada en libros de calidad, cultos, los que yo llamaría literatura.  “No”, saltó sin dudar.  Recomendó dos otras, también pequeñas y locales pero que apuestan por proyectos más, digamos, comerciales y, sin duda, mucho menos a mi gusto.

Este intercambio con Garmendia hizo que me enfrentara a una temible realidad.  Aunque amo la literatura, aunque sueño con escribirla, es posible que mi obra siempre sea demasiado transparente para llegar a serla.  Mi objetivo como articulista es facilitar el trabajo de mis lectores, y no exigir que se apliquen en comprenderme.  Pongo esmero para que nadie aprecie, a primera lectura, que está leyendo algo que procura ser duradero.  Como dijo el muy (¿quizás demasiado?) accesible poeta estadounidense, Billy Collins: “I do not pester you with the invisible gnats of meaning”.

Quizás así quito la grasa necesaria para que la oferta de mi menú se pegue a las costillas de mis lectores.  El escritor que busca, a toda costa, lo digerible no puede evitar el riesgo de eliminar precisamente el exceso que podría haber convertido su obra en un festín inolvidable.  Aspirar a escribir una obra fácil de digerir y al mismo tiempo imposible de olvidar, además de ser (y por ser) una posibilidad entre un millón, es un reto muy a lo yanqui.

Un par de semanas después de hablar con Garmendia, salió su reseña Estampas de la era ‘beat’, que tocaba a los bad boys Bukowski, Ginsberg y Hunter S. Thompson.  Con referencia al público estadounidense, le salió la siguiente joya de análisis cultural: “Ocurre con los norteamericanos que primero se escandalizan [por la obra de un autor] y luego [la] celebran, en ambos casos más allá de lo razonable”.

Por todo esto, y también gracias a la perspicacia inagotable de mi mujer, y una asistencia penetrante del periodista Paco Correal, surgió y cuajó La verborrea del éxito.

domingo, 14 de octubre de 2012

Un estilista por defecto

Muchos lectores y aun escritores creen erróneamente que el estilo de un escritor es el resultado de su don para las palabras.  Estoy de acuerdo con Hemingway de que el estilo es el resultado de la torpeza de un escritor.  Defino el estilo como el regusto que dejamos al oído de un buen lector, al superar, en la mejor manera que sabemos, las dificultades de expresarnos.  Aun diría que cuánto más fácilmente escribamos, menos probable que nuestro verdadero estilo se haga ver.

Empecé a aprender castellano hace siete años. Sigue siendo y siempre será un idioma extranjero para mí.  Los matices del idioma, en su mayoría, me eluden.  Es como si a un pintor le quitaran su paleta de colores infinitos, y tuviera que hacer arte con rotuladores.  No le quedaría otro remedio que relegar los medios a su (debido) papel prosaico y dar cara.  Al empezar escribir en castellano, sólo entonces mi personalidad como escritor, tal como la de un árbol podado, logró demostrar su verdadera valía.

En ¡A por el bilingüismo! intenté explicar lo difícil que es aprender, en profundidad, otro idioma.  Para saber lo difícil que es esto, tienes que vivirlo, intentar llegar a ser bilingüe, y fracasar.  Muchas veces me deprime el camino que me queda todavía por andar, si quiero llegar a mi muy, pero muy exigente meta de fluidez total en este segundo idioma.  Me enfadan los timos perpetrados por las academias al intentar vender sus programas de aprendizaje.  Todo esto me parecía imposible expresar, aún más en castellano.  Quizás en inglés, con una paleta rebosante de colores, podría haber hecho justica digna a mi anhelo y frustración.  Pero no me extrañaría si aquel artículo, aunque más matizado y aún conseguido, también habría sido más estéril, salido más de mi mente que de mis entrañas.  Al poner manos a la obra en castellano, me salieron, en lugar de anhelo y frustración, alegría y humor.  Claro que el resultado se queda corto, que no alcanza describir la rotunda realidad de mis sentimientos, pero no por eso es menos cierto.  En el humor y la alegría del artículo radican tres cosas que son, a veces, lo mismo: su estilo, su insuficiencia, y su verdad.

Louis Sullivan, el arquitecto estadounidense y pionero en el diseño de los rascacielos, trabajaba bajo el lema, “form follows function.”  (la forma resulta de la función).  Se puede aplicar el lema a todas las artes.  Yo diría que, también en todas las artes, “style follows disfuntion” (el estilo resulta de la disfunción).  Intentamos expresar algo que no es posible expresar con los medios de los que disponemos.  Cuánto menos posible nos parezca poder expresarlo con estos medios, más alma y empeño ponemos en el intento.  De este intento fallido, redimido por el alma y empeño que se nos han corrido por la obra en la lucha, brota el estilo.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Autocrítico

Uno de mis héroes, Margot Fonteyn, quizás la bailarina clásica no rusa más grande de todos los tiempos, vivió por y para la siguiente regla general: “Tomar mi trabajo muy en serio, pero nunca a mí mismo”.  Una forma de aplicar dicha regla a mi trabajo como escritor es sólo criticar aquello de lo que yo mismo estoy culpable.  Si no, acabo siendo o demasiado severo o demasiado poco severo con el objeto de mi crítica.
 
Critico el aborto, porque caí en el error de abortar a mi propio hijo.  Critico a los escritores que escriben con demasiada frecuencia, porque yo también he pecado y peco de dejar que textos míos se publiquen antes de saber si están terminados.  Critico a los padres que, por miopía no necesidad, dejan que los demás, extraños, cuiden a sus niños pequeños durante ocho o más horas al día, porque yo haría lo mismo, quizás, si hubiera manera.  Critico a los flojos, a los prepotentes y a los conformistas, porque yo también fallo en la lucha sin tregua contra la tendencia de coger el camino más fácil.
 
En El culto de Sevilla santísima, mi objetico fue criticar la actitud de los sevillanos ante la crítica.  Muchos, demasiados se toman demasiado en serio.  Para cumplir con la regla de Fonteyn, me ocupé en demostrar que yo también, soy culpable de tomarme demasiado en serio.  Así se plasmó el artículo.

El dramaturgo estadounidense David Mamet, cada vez que se sienta para escribir, empieza con la misma pregunta: “¿Soy un farsante?”  Cuando he escrito en plenas facultades, es porque ha surgido tal pregunta, y me he esmerado en intentar contestarla, sean lo que sean las consecuencias a mi opinión de mí mismo.

Hay un refrán en inglés que dice, “It takes one to know one”.  Se utiliza cómo los españoles utilizan “¡Mira quien fue a hablar!” y/o “Se cree el ladrón que todos son de su condición”.  Soy igual que cualquiera a la que critico.

Demasiados escritores se creen inmunes a los males que denuncian.  ¿Cuántas veces hemos leído un artículo vapuleando a los políticos por ser corruptos, incompetentes o inconsistentes en su trabajo, mientas el artículo en sí es el vivo ejemplo de un trabajo hecho sin afán o esmero?  Dichos escritores exigen lo mejor de los demás, mientras sólo cubren el expediente de su propio oficio.  Su regla general podría ser, “Tomar a mí mismo muy en serio, pero no mi trabajo”.  También he sido culpable de esto.

domingo, 16 de septiembre de 2012

No tragarse el humo

Los artistas, en su gran mayoría, empeoran con el éxito.  Producen su mejor obra antes, no después.  Crear en un vacío, sin saber si alguna vez la obra verá la luz, aunque eso no es nada alentador, a veces es precisamente lo que proporciona a los artistas la chispa necesaria para crear arte.

Parece que la personalidad, y aún el alma de los artistas, se saltan a la vista, o al oído, cuando están aislados y apartados sin querer, y están gritando al cielo para que los tengamos en cuenta.  Al conseguir un público, pierden un gran motivo por crear.  Ganan otro, es cierto – el no querer decepcionar a este público – pero tan puro como el perdido no lo es.

Durante más de 20 años, escribí en un vacío.  Sólo mis amigos y mi familia, todos escritores también, leyeron mi obra, para ayudarme mejorarla.  Este aprendizaje de valor incalculable ha resultado, creo, en un premio, La Sevilla del guiri.  Mucho éxito no es, pero es lo suficiente para alterarme.

De repente tengo que tratar con las estadísticas de mi blog, a los que acudo casi cada día como un adicto.  Hay el número de lectores atraídos por cada post, el número de comentarios que ha provocado, y claro los comentarios en sí – los ánimos, insultos, aclaraciones, malentendidos, corroboraciones y discrepancias.

Los ánimos me afectan por el bien, siempre que no los vea como elogios.  No hay nada más peligroso para un artista que los elogios.  Son el verdugo de las inquietudes, tranquilizan las dudas necesarias para comunicar con contundencia.

James Saltar, uno de los únicos escritores estadounidenses, que yo conozca, que han mejorado con el tiempo, fue tan amable contestarme, cuando hace 10 años, le escribí una carta de admirador.  Con referencia a mi idolatría, incluyó una frase que nunca olvidaré: “I took pains not to inhale” (Puse mucho empeño en no tragarme el humo).  Un humo tan poderoso como perjudicial.

Sigue siendo el vacío – ahora como amenaza, siempre acechándome – que me inspira más que cualquier otra cosa, salvo Dios.  Al final del año pasado, la dirección del periódico me dijo que a partir de febrero, La Sevilla del guiri sería publicada un sábado sí y otro no, en vez de cada sábado.  Tendría que compartir con otro escritor el espacio que pensé que yo había ganado con trabajo y talento.  Me di cuenta de que no podría confiarme.  Un día podría estar escribiendo de nuevo en un vacío.

Apología del patriotismo es el primero artículo que escribí después de que me informaron del cambio.  Al escribirlo, me sentí aislado, apartado, purificado.

sábado, 12 de mayo de 2012

Reinvertir beneficios en la empresa

Estos días no me da tiempo para leer por placer.  Sé que hay que buscar el tiempo; así lo encontraré.  La verdad es que prefiero utilizar el poco tiempo libre que tengo para otros placeres, jugar con mis hijos, pasar un rato tranquilo con mi mujer, dormir.  Más adelante, en futuras etapas de mi vida, habrá tiempo suficiente para recrearme de nuevo en la lectura.  Cuando vengan estas etapas, tendré una experiencia más amplia en la vida real; así disfrutaré más.

Hay que decir también que, para mí, leer en español todavía no es puro placer, pues tiene su elemento de trabajo duro.  Pierdo muchos matices, por tener un vocabulario limitado, por no haberme criado en esta cultura, por estar acostumbrado a otro ritmo de sílabas y enfatizaciones, es decir otra poesía.  Sin embargo, estoy en ello, esperando que cuánto más lo haga, más fácil me resultará.

Estos días, leo por el self-improvement (auto mejoramiento).  Con tal de que lo considere trabajo, no dejaré de hacerlo.  Soy capaz de aplazar el placer, el trabajo no.  El resultado de leer como obligación es más o menos cómo lo describo en A la locura por la lectura.  Acabo terminando un libro con admiración para el autor, pero sin haber gozado verdaderamente de su obra.  Me fuerzo a terminarla con la esperanza de que reinvertirá beneficios en la empresa, que soy yo.

El trabajo de leer Manuel Chaves Nogales me pagó generosamente.  Del esfuerzo, saqué un artículo, y además tropecé con mucha sabiduría, como el artículo bien demuestra.

domingo, 25 de marzo de 2012

Los elfos y los soldados

Cuando estudiaba en la universidad y tenía un texto todavía sin terminar, y sin saber cómo terminarlo, un ex profesor me solía decir, “Let the elves work on it” (Deja que los elfos trabajen en ello).  Quería decir que debería dejarlo a un lado durante días, semanas o incluso meses, así que, al retomarlo, sabría de inmediato lo que le hacía falta.    

No es habitual que un texto me salga del tirón.  Dependo casi siempre de los elfos.  El gurú de los géneros me salió en arranques cortos.  Escribía un párrafo o dos, me atascaba, ponía el artículo a un lado y lo olvidaba durante unos días o unas semanas, lo retomaba y escribía un par de párrafos más, etcétera, hasta que por fin lo terminé.  Los elfos nunca me decepcionaron.

Hasta cierto punto.  Aunque el artículo está trabajado, me parece faltar fluidez, como si, en cada arranque, fueran otros los elfos que fueron a mi rescate.  La fluidez importa mucho en un artículo así, porque, sin fluidez, el humor no funciona como es debido.

Uno de mis libros preferidos es Advertisements for Myself de Norman Mailer.    Recopila toda su obra significativa hasta aquel punto en su carrera como escritor (1959).  Mailer salpica la obra con pequeñas introducciones que juzgan francamente los artículos y los cuentos a continuación.  Algunas veces recomienda que los lectores se salten lo que sigue, a menos que tengan un interés específico en lo que se trata.  No tengo tantos cojones para recomendar precisamente esto, pero lo he pensado.

Mailer utilizaba otra palabra para significar elfos.  Dijo que si un escritor ha dicho a sus “soldados” que van a entrar en faena el día siguiente, y al final no los lleva a la batalla, eso los desmoralizará, y si estas malas formas llegan a ser habitual en un escritor, finalmente sus soldados le desertarán.  Siempre dirijo a mis soldados a la batalla cuando se lo he dicho.  En eso no he fallado.  Si El gurú de los géneros no arrasa, es porque el general, aunque un hombre que mantiene su palabra, no siempre maniobra con arte.


domingo, 22 de enero de 2012

Hay que cortar el flujo

Cada uno de los Articulitos serviría como una entrada de un blog personal.  Todos son pequeñas anécdotas.  Cada uno dice menos que un artículo entero, porque es más corto, no porque la materia o las ideas no estén a la altura de lo que intento conseguir en un artículo, o porque he trabajado menos en plasmar y pulirlas.

La manía que tienen muchos blogueros de escribir cada o casi cada día, socava la calidad de sus blogs.  Escriben porque sienten la obligación de escribir, pasando por alto lo difícil que es escribir con autoridad, sobre todo si uno escribe corto.  Un escritor que intente, con su blog, algo próximo a la literatura debería darse cuenta de que los lectores que verdaderamente aman la literatura – su pureza, intensidad y altas exigencias – van a mosquear con el hablar por hablar.

Para muchos blogueros que también escriben en otros géneros, sus blogs son algo extra, los niños no deseados de su obra.  Al leerlos se nota que les duelen gastar el poco tiempo y energía creativa que gasten en ello.  Sólo se emocionan cuando quieren promocionar una obra suya, o para dirigirnos a un enlace que favorece sus intereses.  El resultado da vergüenza ajena.

Otro tipo de bloguero con pretensiones literarias toma en serio el género hasta cierto punto, pero no tanto como la poesía, el relato, o la novela.  El blog ha reemplazado el periodismo (en el que incluyo las reseñas) como último mojón de los géneros literarios.  Los escritores que escriben sus blogs o su periodismo sin esmero, no salen ilesos.  Cada vez que publican un texto mediocre, hacen daño a su capacidad de distinguir, en su propia obra, entre lo excepcional y lo meramente bueno. 

Para evitar caer en las trampas que pone un blog a un escritor, me atengo a dos reglas personales: publicar una vez a la semana como mucho, y no divagar del tema de escribir.  Si me pusiera a escribir una suerte de dietario, incluyendo pensamientos, ocurrencias y revelaciones aleatorias, con el único hilo común siendo el pie de autor, fracasaría estrepitosamente.  Sin un enfoque nítido y límites rigorosos para frenarme, mi voz perdería su fuerza, como una corriente palpitante que convierte en un reguero al desembocar en la tubería general.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Un autoayudense

Al leer Un americano atado en corto, el lector, habiendo visto la referencia a El camino del hombre superior de David Deida, se habría dado cuenta de que no soy reacio a libros de autoayuda.  La mayoría de los libros buenos en este género, como el de Deida, tienen títulos desafortunados que no reflejan en absoluto la sabiduría en sus páginas.  Igualmente, la gran mayoría de novelas y libros de poesía tienen títulos enganchadores que no reflejan en absoluto lo tópicas, opacas y sosas que son sus páginas.

Hay un gran desprecio en ámbitos intelectuales por la autoayuda.  Sin lugar de dudas, un libro malo de autoayuda, por su forma engañosa de intentar solucionar nuestros problemas, es más vergonzoso que un libro malo de literatura, que es sólo autocomplacencia.  Pero yo diría que un gran libro de autoayuda, como, por ejemplo, Un camino sin huellas de Scott Peck, tiene incluso más valor que la literatura.  Sin poseer la sabiduría que Peck da a conocer con tanta sencillez, humildad y claridad, un lector no es capaz de apreciar la literatura.

lunes, 31 de octubre de 2011

A por el panteón

En Ni truco ni trato, evalué a Carlos Colón como, “normalmente un columnista atinado, y, considerando la frecuencia con la que escribe, magistral”.  ¿Pienso que Colón sacaría mejores artículos, si escribiera con menos frecuencia?  Es posible que no.  El hecho de tener que producir tal número de palabras cada día, puede ser exactamente lo que mantenga su mente fructífera y aguda.  Sin embargo, su filosofía creativa sobre la escritura parece ser lo contrario de la mía: yo mato a mis queridos, él da carta blanca a los suyos.

Colón es sobrado de pasiones además de ser un verdadero intelectual.  Casi diariamente le sale un artículo escrito con claridad y emoción.  De vez en cuando, le sale una obra maestra.  Pero se repite, y a veces saca conclusiones dudosas a base de analizar asuntos y sucesos que sólo conoce a través de las noticias.  Caer en semejantes errores es inevitable para un periodista que trabaja bajo la presión de producir cada día, que escribe más para la actualidad que para la inmortalidad.

Con tantas generaciones de escritores buenos, con tanto no sólo ya escrito, sino bien escrito, para tener la más mínima posibilidad de dejar la más pequeña huella en la así llamado panteón, ya sea internacional, nacional o regional, un escritor tiene que matar a sus queridos con insensible y rigurosa eficacia.  Yo prefiero eliminar despiadadamente desde el principio; Colón no.  Remacha sus temas preferidos una y otra vez, buscando, como cualquier escritor que se precie, la perfección, pero, a diferencia de mí, publicando los borradores que le empujen a la perfección.  No sé cual forma da más fruto a fin de cuentas, al hacerse la cosecha.

lunes, 3 de octubre de 2011

Los pirados me han descubierto

Un escritor como yo – que posee un estilo directo, clásico, y que está aficionado de Hemingway, Fitzgerald, Salinger, Carver, Kerouac y The New Yorker – está lejos de estar de moda en mi país.  Soy lo contrario de lo exótico.  Los editoriales y los lectores estadounidenses cultos quieren voces nuevas, de tierras lejanas.  Para que una obra mía salga a la luz con todo el apoyo de un editorial, además de tener que ser una obra excepcional, yo tendría que tener un montón de suerte y aun más enchufes.  Como consecuencia de la ola de multiculturalismo en mi país, muchos escritores, tanto meritorios como no, beneficiaron, y muchos otros, tanto meritorios como no, siguen esperando en balde su gran oportunidad de triunfar o de fracasar.

Da la casualidad que ahora en Sevilla, como americano escribiendo en castellano, soy yo el que está cosechando los beneficios de ser el exótico.  Sin lugar de dudas, he conseguido mi espacio en El Diario de Sevilla tanto por la calidad de mi obra como por mi perspectiva novedosa.  Una serie de artículos desde la perspectiva de un bético, sevillista o cofrade acérrimo, por muy bien escrita que sea, va a tenerlo mucho más difícil que yo de encontrar en Sevilla un foro establecido para publicarse.  En pocas palabras, siendo neoyorquino es mi entrada como escritor en la fiesta hispalense y quizás incluso en la española.

El aspecto negativo de tenerlo relativamente fácil a la hora de abrirme paso es que los pirados rencorosos son más propensos a arremeter contra mí.  Mira lo que uno que se llama El Gran Surmano, al meterse con las escuelas de escritores, dice de mí como miembro de la facultad de Escribes:

“una búsqueda en google no resulta en ninguna confirmación de su currículum, que empieza a parecer su verdadera obra maestro de ficción.”

“a pesar de tan formidables credenciales, actualmente vive en Sevilla y se gana la vida enseñando inglés, escribiendo en su tiempo libre”.

En resumen, porque soy un neoyorquino que quiere vivir, escribir y ser profesor en Sevilla en vez de mi ciudad y país nativo, soy un farsante.

Lo veo como buena señal que los pirados están poniendo en duda mis credenciales.  Significa que estoy “on the map” (en el mapa), una locución mal traducida en mi diccionario como “dado a conocer”.