Este intercambio
con Garmendia hizo que me enfrentara a una temible realidad. Aunque amo la literatura, aunque sueño con
escribirla, es posible que mi obra siempre sea demasiado transparente para
llegar a serla. Mi objetivo como
articulista es facilitar el trabajo de mis lectores, y no exigir que se
apliquen en comprenderme. Pongo esmero
para que nadie aprecie, a primera lectura, que está leyendo algo que procura ser
duradero. Como dijo el muy (¿quizás
demasiado?) accesible poeta estadounidense, Billy Collins: “I do not pester you
with the invisible gnats of meaning”.
Quizás así quito
la grasa necesaria para que la oferta de mi menú se pegue a las costillas de
mis lectores. El escritor que busca, a
toda costa, lo digerible no puede evitar el riesgo de eliminar precisamente el
exceso que podría haber convertido su obra en un festín inolvidable. Aspirar a escribir una obra fácil de digerir
y al mismo tiempo imposible de olvidar, además de ser (y por ser) una
posibilidad entre un millón, es un reto muy a lo yanqui.
Un par de semanas
después de hablar con Garmendia, salió su reseña Estampas de la era ‘beat’, que tocaba a los bad boys Bukowski, Ginsberg y Hunter S. Thompson. Con referencia al público estadounidense, le
salió la siguiente joya de análisis cultural: “Ocurre con los norteamericanos
que primero se escandalizan [por la obra de un autor] y luego [la] celebran, en
ambos casos más allá de lo razonable”.
Por todo esto, y también
gracias a la perspicacia inagotable de mi mujer, y una asistencia penetrante del
periodista Paco Correal, surgió y cuajó La verborrea del éxito.
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