domingo, 19 de agosto de 2012

Siempre subjetivo

Empecé como periodista en la rama deportiva.  Antes de ir al primer partido que la redacción me encargó a cubrir, mi padre, también periodista que empezó en la rama deportiva, me dijo, “Escribe el reportaje como si contara a un amigo lo que pasó.  Lo que no te parece interesante, no lo incluya.  Si crees que lo que transcurrió en un mero minuto merece cuatro párrafos y el resto del partido merece sólo un resumen de doce palabras, escríbelo así”.

En Rezando en el Sánchez-Pizjuán llevé aquel consejo de mi padre a su gran extremo.  Al partido en sí, dediqué sólo tres frases cortos, 23 palabras, el tres por ciento del artículo.

El comentario de mi padre desmiente la así llamada objetividad del periodismo.  Cada reportero tiene su conjunto de prioridades, su opinión sobre lo que importa y lo que no importa.  Es inevitable y no necesariamente menos informativo que este sesgo se manifieste siempre en su trabajo.

Al pulir mis artículos para publicación, acabo eliminando muchas frases y párrafos dedicados a explicar como soy.  En vez de escribir que soy maniático o dogmático o creyente o sufrido, describo lo que hago y veo, lo que me pasa y cómo reacciono.

Tal como intento dejarme ver sin decir cómo soy, intento dar a conocer mis prioridades sin enumerarlas.  Me recreo en lo que me importa, no lo deletreo.  Me centro siempre en los hechos, sabiendo que los hechos serían otros si el observador fuera otro.  Así los hechos hablan por sí mismos, y también por mí.

domingo, 5 de agosto de 2012

El saber reciclar

Durante los diez meses que dejé de escribir La Sevilla del guiri, refiné, aumenté y organicé mis primeros 50 artículos, convirtiéndolos en lo que, con suerte, verá la luz algún día como un libro.  Clasifiqué los artículos en cinco secciones, el oído, la vista, el tacto, el gusto, y el olfato, y después escribí introducciones a cada sección, explicando cómo, cuándo, y por qué cada sentido entraba en juego según la ciudad (Sevilla o Nueva York) o el país (España o EE. UU.) en el que se encontrara.  De todos los sentidos, el gusto es el que más trabajo me costó introducir, sin duda porque este, si no nos limitamos al paladar, es el que más abarca.  Es el rey de los sentidos.  Todos los demás trabajan por él.

Mi mujer (mi buena y fiable editora) rechazó el primer borrador por ser demasiado esotérico, intelectual y así que poco sustancioso.  Aconsejó que añadiera algo en el que un lector pudiera hincar los dientes.  Le di lo que pedía.  Si el primer borrador le dejó con hambre, la segunda le hartó hasta la saciedad.  Con nuestros recortes, el texto se redujo de diez páginas a cuatro, casi la extensión del borrador original.  De las seis páginas que sobraban, convertí tres, una vez más a sugerencia de mi mujer, en Alucinaciones de un desnutrido.

Un buen y fiable editor no sólo recorta, sino sabe reciclar.

domingo, 22 de julio de 2012

Una sola cosa

“Con cada artículo, un escritor no debería intentar comunicar más de una sola cosa”, solía decir mi padre.

Al limitarnos a comunicar una sola cosa, así se recortan los ejemplos y la experiencia propia que vienen al caso.  Cuánto menos de esta materia prima haya, mejor.  Así no nos queda más remedio que plasmarla con esmero, minuciosidad y emoción.  Así damos a conocer ideas, opiniones y creencias de las que, con más materia prima, ni siquiera habíamos sido conscientes.  Este más que surte del menos es quizás la más grata contradicción inherente del oficio. 

Quería escribir algo sobre un viaje de diez días que hice con mi familia a Londres.  Lo difícil fue dar con la “una sola cosa”.  Para mí, los sentimientos de culpabilidad e inseguridad, aunque me abruman en mis tratos con los demás, a veces paralizándome, son mis grandes amigos a la hora de escribir.  Componen la locura que da mi escritura personalidad y miga.

Londres, una lección a la última resultó ser un artículo sobre un encadenamiento de circunstancias, producto de no vivir de acuerdo con mis principios, todo en tono “taking the piss”, como dicen los ingleses.  Los dos o tres párrafos que tratan lo diverso e integrado que es Londres en comparación con Sevilla y Nueva York, surgieron por sí solos al querer describir bien la escena y poner al lector en contexto sobre nuestro anfitrión.  Aunque son unas observaciones secundarias, puedan ser las que más interesan a algunos lectores, especialmente a aquellos sin sentido (escatológico) de humor.

Tomemos esta entrada.  Me ocupé en aclarar una sola cosa: los beneficios de limitarnos a comunicar una sola cosa.  Sin embargo la aclaración, dicha de paso, sobre cómo los sentimientos de culpabilidad e inseguridad figuran en mi obra es la que más me ha valido la pena.

domingo, 8 de julio de 2012

Pese a cómo soy

Al leer Abuelos guardaniños y guardavalores, algunos padres pensarán que les acuso de no cumplir con su deber.  Que Dios me libre de amortiguar el golpe de palabras escritas sinceramente y en buena fe.  De todas formas, debería hacer una confesión:

Entiendo por qué una persona, después de tantos años de preparación para una carrera profesional, dudaría en dejar esta profesión a un lado, quizás para siempre, para volcarse en criar a sus niños pequeños.  Mi gran suerte como escritor es que, si quiero ser fiel a mi vocación para ser artista, tengo que dedicar la mayoría de mi tiempo y energía a otras cosas.  El trabajo de un artista consiste, como cualquier trabajo, en entender y poner en práctica una serie de técnicas, normas y habilidades, pero esto es la parte menor.  Lo principal es entenderse a sí mismo.  Criar a mis hijos, me ayuda precisamente a hacer esto.  Me permite ver, con una claridad que nunca antes he conocido, todos mis defectos y virtudes importantes, y todas mis aptitudes y carencias importantes.  Sin este conocimiento, escribiría peor, menos convincentemente, sobre el asunto que sea.

La gran mayoría de las profesiones no la podemos llevar a cabo si paramos a recrearnos o/y sufrir todos los momentos auténticos y emocionantes de la vida.  Todo lo contrario.  Hay que pasarlos por alto para poder centrarnos en la tarea.  Como artista aspirante, no tengo que elegir entre el uno (el trabajo, la carrera, la productividad) o el otro (la familia, el amor, la profundidad): para mí, el uno es el otro.  Dedico tanto tiempo a la crianza de mis niños pequeños con la intención de hacerme un hombre más competente, completo y sabio, pero con un motivo egoísta: quiero crear arte.  He encontrado el buen camino, pese a cómo soy.

domingo, 24 de junio de 2012

Un bullshit detector fiable

Con Metro de amor, me propuse a escribir un artículo sobre el amor, apurando los límites del periodismo.  Intenté lo que quizás no fuera (sea) capaz de conseguir, y lo he conseguido lo suficientemente bien para dejar que se publicara.

No habría corrido el riesgo de intentar (y mucho menos soltar) un artículo así, si no hubiera tenido el respaldo de mi editor, que es mi mujer.  Jamás he conocido a alguien con un bullshit detector (detector de gilipolleces) tan sensible.  No exagero en absoluto al decir que, sin ella, haría el ridículo cada vez que publicara un artículo.  El periódico no sería sino mi picota.

Hoy en día los editores de verdad no existen en los periódicos.  Sólo hay correctores de estilo, haciendo su trabajo mecánico.  El periodismo sufre como consecuencia.  Los directores quieren artículos cada vez más cortos, pensando que la extensión aburre a los lectores.  Lo que aburre a los lectores son artículos fofos, con palabras, frases, y aun párrafos de bajo rendimiento, por estar poco o nada trabajados.  Tanto un artículo corto (una entrada de un blog, por ejemplo) como uno largo puede abundar en grasa.  Para quitarla es necesario un cirujano de primera categoría, una especia en extinción, por lo menos en EE.UU.  Quizás en España, donde el estilo barroco impera, este tipo de editor haya sido siempre una especie alienígena.

No necesito a mi mujer para quitar la grasa de mi obra.  Para asegurar que mis artículos, al publicarse, son casi todo musculo, los trabajo hasta la saciedad.  Necesito a mi mujer como editor en la misma capacidad que un novelista o un poeta necesita un buen editor: para cuestionar o refinar ideas, lógica, retórica (y aun textos enteros) de segunda categoría.  El solo hecho de que mi mujer esté allí, me anima a correr riesgos, porque sé que si, al jugársela, no acierto, ella evitará que el resultado salga a la luz.

A la hora de correr riesgos en la escritura, hay dos instigadores de gilipolleces siempre al acecho de mí: la presunción y la vanidad.  La presunción me hace pensar que no puedo fallar, y la vanidad me hace intentar llamar la atención a lo listo y valiente que creo ser.

Mi mujer es un editor con un don para las palabras, un don para ver la verdad detrás de las palabras, y un don para sacar la verdad de mí. 

domingo, 10 de junio de 2012

Evitando informaciones meteorológicas

Tengo un miedo mortal de aburrir a mis lectores.  Esto tiene una gran influencia en mi estilo, que es irónico, directo y anecdótico.  El hecho de que mi padre fuera articulista para la prensa popular (‘the tabloids’ se llaman en el inglés yanqui), también influye.  No le gustaron los escritores que se recreaban en descripciones, “weather reports” (información meteorológica) en su jerga periodística.  Tuvo poca paciencia para llegar al grano de cualquier texto.  Sólo soportaba que el humor o una anécdota le detuvieran.  Para él, tanto el humor como las anécdotas tenían un fin (o grano) propio, que añadían o no al grano principal sin ambigüedad.  Creía que un estilo sencillo y franco era más valiente.  Y es cierto que muchos escritores utilizan la opacidad como defensa: con tal de que nadie les entienda, nadie les puede criticar.  Y si el lector se aburre con una descripción prolongada, el escritor se consuele al pensar que este miembro de su público no es lo suficientemente culto para apreciar su prosa, o no lo suficientemente inteligente para coger el contexto subyacente.

Como escritor, esto es mi bagaje cultural.  Siempre estoy quitando los adjetivos y adverbios de mis frases, buscando verbos y sustantivos más sólidos y precisos, o el detalle perfecto para sustituir dos o tres detalles aceptables, o tachando floritura o palabras inútiles.  De tiempo en tiempo surge – como ha surgido en ¡Opá, que voy a largá! con la descripción de las tapas que mi hermano engulló – una anécdota que me da licencia libre de abandonarme a la información meteorológica.  “A big set-up only when the punch-line merits it”, mi padre podría haber dicho: un montaje pormenorizado, sólo cuando el golpe final lo merezca.

domingo, 27 de mayo de 2012

El secreto aburrido

Arranqué clase de inglés con una pregunta: “¿Alguno de vosotros toca un instrumento?”  Una alumna respondió: “Estoy aprendiendo tocar la guitarra.  El profesor me ha enseñado el secreto”.  Todos estábamos con las almas en vilo, queriendo saberlo.  Nos dijo: “Te tiene que encantar hacerlo”.

Me llevé una decepción este secreto, aunque no se lo puede negar.  No podía evitar pensar en mi hijo, al que mi mujer y yo estamos intentando, durante un rato cada noche, enseñar los números.

-No quiero hacerlo, papá- me dijo una noche-.  Es aburrido.

-Sé que es aburrido, hijo- empecé a responder, pero mi mujer me cortó:

-No digas que es aburrido. Estudiar es bonito.

Bueno.  Puede ser bonito, y puede ser aburrido también.  Según mi experiencia, tienes que aguantar lo aburrido, siempre con paciencia, para llegar a lo bonito.

Por ejemplo, no me gusta escribir; me gusta cuando he escrito bien, es decir, cuando he podido expresar una parte de mí – una creencia, una característica de mi personalidad, una forma de pensar, un sentimiento, una vivencia – con tanta claridad que me ha parecido una epifanía.  Ahí radica la satisfacción del oficio para mí: las sorpresas que conlleva el intento casi diario de conocerme mejor a través de la escritura.

Eso pese a que a veces no me cae bien ni él al que voy conociendo, ni el exasperante proceso de descubrimiento.  Hay días en los que me golpeo la cabeza contra la pared, aun literalmente, porque no me sale nada interesante, nada nuevo.  Soy yo el aburrido.

Del último borrador de Cumpleaños capitalista, eliminé, a efectos de concisión, la siguiente pregunta sobre Cuba: “¿Aquellos que estudian medicina o ingeniería, sabiendo de antemano que van a ganar menos que un taxista, acaban ejerciendo mejor sus oficios que aquellos que han estudiado estas carreras porque también son lucrativas?”  A largo plazo, creo que sí.  Con tan poco dinero por medio, la profesión tiene que compensarse por sí solo.  Es posible que, si me pagaran bien por mi obra, no me esforzaría tanto para llegar a estos descubrimientos que merecen tanto la pena.