No habría corrido
el riesgo de intentar (y mucho menos soltar) un artículo así, si no hubiera
tenido el respaldo de mi editor, que es mi mujer. Jamás he conocido a alguien con un bullshit detector (detector de
gilipolleces) tan sensible. No exagero
en absoluto al decir que, sin ella, haría el ridículo cada vez que publicara un
artículo. El periódico no sería sino
mi picota.
Hoy en día los
editores de verdad no existen en los periódicos. Sólo hay correctores de estilo, haciendo su
trabajo mecánico. El periodismo sufre
como consecuencia. Los directores
quieren artículos cada vez más cortos, pensando que la extensión aburre a los
lectores. Lo que aburre a los lectores
son artículos fofos, con palabras, frases, y aun párrafos de bajo rendimiento, por
estar poco o nada trabajados. Tanto un
artículo corto (una entrada de un blog, por ejemplo) como uno largo puede
abundar en grasa. Para quitarla es
necesario un cirujano de primera categoría, una especia en extinción, por lo
menos en EE.UU. Quizás en España, donde
el estilo barroco impera, este tipo de editor haya sido siempre una especie
alienígena.
No necesito a mi
mujer para quitar la grasa de mi obra. Para
asegurar que mis artículos, al publicarse, son casi todo musculo, los trabajo
hasta la saciedad. Necesito a mi mujer
como editor en la misma capacidad que un novelista o un poeta necesita un buen
editor: para cuestionar o refinar ideas, lógica, retórica (y aun textos enteros)
de segunda categoría. El solo hecho de
que mi mujer esté allí, me anima a correr riesgos, porque sé que si, al
jugársela, no acierto, ella evitará que el resultado salga a la luz.
A la hora de correr
riesgos en la escritura, hay dos instigadores de gilipolleces siempre al acecho
de mí: la presunción y la vanidad. La
presunción me hace pensar que no puedo fallar, y la vanidad me hace intentar
llamar la atención a lo listo y valiente que creo ser.
Mi mujer es un
editor con un don para las palabras, un don para ver la verdad detrás de las
palabras, y un don para sacar la verdad de mí.
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