domingo, 5 de mayo de 2013

El ombligo de todos

A finales de los setenta y a principios de los ochenta, cuando mi padre estaba en su apogeo como columnista, el periódico para el que escribía, The New York Daily News, tenía una tirada dominical de 3.000.000 ejemplares.  Ni pensaba en escribir sobre su vida más íntima, o sobre los vecinos, pues esto podría haber traído a él y a su familia consecuencias incómodas o aun feas.  Casi todo el mundo leía su columna con regularidad, o conocía a alguien que la leía con regularidad.

En contraste, si soy conocido en mi bloque y barrio, es por ser guiri, no por ser articulista en el periódico.  Los pocos vecinos que saben que escribo en el Diario de Sevilla, aunque esto les impresione, no me leen.  Así que, me libero de las consecuencias que podrían resultar al exponerme ante ellos o al exponer a ellos.  Menos mal, pues, si no escribiera sobre mí y la gente en mi entorno familiar y vecinal, no sé qué materia periodísticamente interesante estaría a mi alcance. 

Mi padre, como columnista en busca de materia, se reunía con su tertulia en un café de Brooklyn, vagaba por barrios y calles ajenas, asistía a actos, hablando con desconocidos, o citaba con peces gordos de la ciudad.  Yo busco materia al reunirme con mi mujer e hijos, al vagar por mi propio barrio, al asistir a mi día a día, y al tratar con funcionarios, tenderos, vecinos, mis alumnos, oficinistas del banco, y la familia y los amigos de mi mujer.

Habrá aquellos que dicen que, sin acceso a gente y actos de categoría, estoy, como periodista, más limitado que mi padre.  Depende.  Muchas veces mi padre escribía u opinaba sobre el tema, acto u hombre del momento, porque se veía obligado a hacerlo, no porque quería.  Habrá pensado: con todos los recursos de los que dispongo como columnista del Daily News, ¿me voy a mirar el ombligo?  Sin embargo, sus mejores columnas, aquellas que comunican tanto hoy como en el momento que se publicaron, ponen de manifiesto su ombligo.  Resulta que su ombligo era el ombligo de todos. 

Opinar sobre los poderes fácticos es importante, por supuesto, pero igualmente importante es escribir a ras de la calle, de nuestra calle, acerca de aquellos que viven allí, sobre todo acerca de uno en particular.  A mi juicio, teniendo en cuenta mi categoría como periodista, la mejor forma de profundizar en el periodo y sitio en los que vivo, es primero dedicarme a vivir como el ciudadano de a pie, y después dedicarme a contar, sin recato, lo que ocurre tanto alrededor de mí como dentro de mí.

Como decía, a la hora de decir la dura y vergonzosa verdad, tanto sobre uno mismo como sobre los demás, los escritores pocos conocidos y leídos, lo tenemos más fácil.  Si, de nuestros textos, sólo tenemos que responder ante nosotros, o ante una piña comprensiva, es más fácil olvidarnos de la prudencia y abrirnos de par en par.  ¿Habría escrito El calvario de mi mujer, si hubiese creído que el periódico llegaría a La Plaza Virgen de Fátima en Madre de Dios, donde la historia se desarrolla y donde suelo ir con mis hijos para comprar pan, fruta y verduras?  ¿Habría temido demasiado las consecuencias?  No quiero subestimarme.  Quizás, detrás del artículo, haya un poco de: “Vale, ¿no me leéis? Así que ¡toma!  ¡En toda la cara, sin daros cuenta!”  Quizás lo haya escrito, en parte, por desafiar a mi anonimato.  Que me descubran.

domingo, 21 de abril de 2013

A hacer música

Mi mujer (editora) no quería que se publicara La Ciudad Salvadora.  Dice que no está a la altura de los demás de mis artículos.  Puede que tenga razón, aunque temo que lo quería suprimir por dos motivos que no tienen tanto que ver con calidad artística: uno, por no creer que un lector español imaginase a un escritor yanqui capaz de burlar de sí mismo, y, dos, por querer mantener su (nuestra) dignidad, pues el artículo, a pesar de ridiculizar en vez de imponer mis opiniones, es poco decoroso.  Al final, decidí desautorizar a mi señora, en nombre de la verdad – la verdad sobre mí.  Demasiadas veces, soy como el diálogo del artículo me muestra; así de superficial, santurrón y sentencioso con los demás.  Hablo y pienso como una especie de mezcla de gurú de autoayuda y beato todo ufano, como si siempre saliera triunfante con mi sabiduría híbrida, cuando la realidad es otra.  Estoy convencido de que tengo que pasar por estos diálogos internos y externos, quedando en ridículo delante de los demás, seres queridos y extraños por igual, y también delante de mí, para, tras tales penalidades, poder, algún día, ver la luz.  Mi duda principal, como autor del artículo, es si he sido capaz de ilustrar algo importante con mi confusión, sin haber salido de ella.  ¿Quién sabe?  En cualquier caso, he intentado hacer música de ella.  El diálogo bien hecho siempre hace música.

Leer las conversaciones en las obras de Shakespeare, Tennessee Williams o Hemingway, los tres primeros maestros del diálogo que me acuden a la mente, equivale a estar embelesado por una composición hipnótica.  Para el escritor, este es el fin del diálogo: proporciona un auténtico placer musical para el lector.

Pero el diálogo también funciona como medio para hacer buena literatura.  A mi juicio, los tres ingredientes esenciales para el arte son la expresividad, el ritmo, y la eficacia.  En el primero radica la contundencia de la creación, en el segundo su gancho, y en el tercero su elegancia.  Uno se lleva al otro, claro.  Mientas voy cogiendo el ritmo idóneo para el dialogo, las frases siempre se simplifican, se hacen más magras, más aerodinámicas, y al mismo tiempo más cargadas y explosivas: el punto del iceberg se recorta, proporcionando la eficacia, y la parte sumergida se aumenta, proporcionando la expresividad.

Es posible que, después de trabajar tanto en afinar el ritmo de La Ciudad Salvadora, la letra sea tonta.  Al cantar mis mezquindades antes de entenderlas del todo, corro riesgos, sin duda.  Es posible que acabe rebajándome. Ya publicado el texto, lo peor que puede pasar es sufrir, junto con mi mujer, una pequeña humillación.  Que me haga más humilde.         

domingo, 7 de abril de 2013

Para aquellos que ojean

Herman Melville, autor estadounidense del colosal y casi shakesperiano Moby Dick, dijo que escribió para dos tipos de gente: “aquellos que ojean y aquellos que leen en profundidad”.  ¿Quién mejor tener presente tal mentalidad que un periodista?  Al coger un periódico, yo (como la gran mayoría) ojeo los titulares para los artículos que me pueden interesar, después ojeo estos artículos para saber si vale la pena leerlos enteros.  Muy pocas veces, al llegar al final de un artículo, columna o reseña, decido empezar de nuevo para leerlo en profundidad.  Cuando esto pasa, siento el placer de haber realizado un descubrimiento.

Escribo para llegar a ser este descubrimiento.  Alcanzar tal meta depende principalmente de lo bien que escribo, pero si nadie empiece a leerme, el logro de escribir bien sólo sirve para que yo conozca mejor mis musas –  lo que no es poco, pero tampoco es todo.

“A pesar del peligro, adelante”: este iba a ser el título del artículo que al final titulé Tocado por una santa y una estrella porno.  El primer título es edificante, el segundo morboso.  El tema del artículo es ambos.  Elegí enfatizar lo morboso en el título, porque así atraería más lectores.  Los medios justifican el fin, con tal de que no mientan.

Tengo la suerte de que, cuando un nuevo capítulo del guiri blog estrena, la versión digital del Diario de Sevilla cuelga el título, el atinado dibujo de Daniel Rosell, y un pequeño resumen en la portada.  Un día me di cuenta de que cuánto más refinados los títulos  (A la altura de mi oficio, Verde Navidad, La verborrea del éxito, por nombrar algunos) menos visitas tenían.  Como amante de la literatura y la poesía, me había vuelto demasiado acostumbrado a lo refinado (en exceso). Tuve que perder este refinamiento, al inventar títulos.  Como periodista, abrir con lo sutil equivale a intentar, durante la hora punta de Nueva York, detener un taxi con un queen’s wave (saludar con la mano como una reina a sus súbditos).   


domingo, 17 de marzo de 2013

La confesión

Escribo con un único objetivo: para un buen día poder morir en paz.  Como si esto no fuera lo suficientemente Católico, añado que considero al lector como mi confesor, detrás de una mampara insonorizada.  Es decir, me puede oír a mi, pero yo no a él o a ella.  Si esta forma de confesión te parece escaquearme de lo correctivo del sacramento, te digo que el silencio casi siempre ha sido más justo conmigo que un ser.  Me conoce mejor.

“Yo no soy racista, pero. . .” muestra cómo una confesión se presta a un tema.  El racismo, como tema, es empapado y socavado por los tópicos.  Había una sola posibilidad de convertir el artículo en algo único: escribir sobre mi experiencia personal del racismo, no como observador, sino como participante.  Hay muchos retratos del racismo escrito desde el punto de vista de la víctima, pero pocos desde el punto de vista del racista.  Elegí el segundo.

Confesar ser racista, además de centrarme en el buen camino como penitente, establece mi autoridad como articulista.  Si no fuera racista, ¿qué sabría yo sobre el asunto?, salvo que es un mal.  Todo el mundo con dos dedos de frente ya sabe esto.  No habría aprendido nada, ni el lector ni yo.  Principalmente yo.

 

domingo, 3 de marzo de 2013

Premio

Se dice que la señal de un verdadero poeta no es el número de poemas que ha publicado, sino el número que ha tirado a la basura.  En mi opinión, un poema depende más de talento e inspiración que un artículo.  Es más posible salvar un artículo mediocre con transpiración, perseverancia y prácticas.  De todas formas, porque es mi objetivo como periodista tomar mi obra tan en serio como los poetas toman la suya, habrá artículos que acaban eliminados.

En Julio de 2009, escribí un artículo que reprendía las críticas que mis vecinos dirigían al trabajo de algunos albañiles sudamericanos que acababan de poner suelos de mármol en las escaleras y rellanos de nuestro bloque.  A mi ver, el trabajo fue igual de bien o mejor que habría sido si lo hubiera hecho españoles.  Pero como de esto no podía estar seguro, y como la mayoría de las críticas habían venido de parados que antes habían trabajado en la construcción, el artículo me parecía más injusto que la injusticia que denunciaba.  A diferencia de los parados de mi bloque, yo atacaba a aquellos cuando ya estaban derrotados.  Por eso, lo suprimí.

Casi tres años después, me salió Prohibido Paraguayos, un artículo que tiene, como mínimo, fundamentos más sólidos.  Mientras el primer artículo vaciló y se disculpó, este se desarrolló despiadadamente al grano, sin dar explicaciones.  Puede que uno de sus defectos sea que no da tregua alguna a los denunciados.  Este defecto va de la mano de su virtud principal: su ritmo arrasador.

Quiero dejar claro que, cuando lo escribí, estaba decepcionado con Sevilla.  Me sentí marginado.  Me estaba dando cuenta, paranoicamente o no, de que la así llamada intelectualidad hispalense nunca me aceptaría, que ser guiri, aunque esto me abrió camino y me consiguió un foro, al final funcionaría en contra de mi carrera como escritor en Sevilla.  Aun temía que cuánto más destacara mi trabajo, cuánto más reluciera, peor, pues más razón tendrían los nativos para descartarlo.  Quizás sean estos sentimientos los que el primer intento faltaba: aunque yo había sentido la injusticia de criticar el trabajo de los sudamericanos, todavía no me había sentido identificado con ellos.  Como premio por mi paciencia y contención, podía, en este intento, desahogarme por motivos personales, sin tener que referirme a mí.  Al suprimir un artículo mediocre, gané otro que vale más.

 

domingo, 17 de febrero de 2013

Antes torpe que formulista

Hace algunos años, fui al recital de un cuentista estadounidense que acababa de publicar un libro magistral.  Dio una pequeña charla en la que dijo, como si tal cosa, casi con aburrimiento, que escribir cuentos le estaba haciendo cada vez más fácil.  En este, su primer libro, todos los cuentos, salvo uno, encendieron mi alma.  En su segundo libro, la mitad lo encendió.  En el tercero, sólo uno lo encendió.  No publicó más.  Quizás porque escribir ya no representaba ningún reto para él.


Mi padre escribió columnas, no cuentos.  Un vez me dijo: “El oficio nunca se hace mas fácil, pero quizás mejoremos”.  Si esta perogrullada tuviera una modificación, sería: “Si queremos mejorar, tenemos que asegurar que el oficio nunca se haga más fácil”.  La gran tentación y así que perdición de los articulistas es el formulismo.  Hay que huir de él como de la peste.

Llevaba mucho tiempo queriendo escribir sobre El Metropol Parasol de Sevilla, pero no daba con la tecla para hacerlo interesante para mí.  La polémica que rodeaba su construcción y financiación enturbiaba mucho el asunto.  Y encima su reluciente novedad.  Todo esto no me permitía ver hasta el fondo del pantano, por así decirlo.

Más de un año después de su inauguración, mi amigo londinense llegó a Sevilla de visita.  El Parasol fue un flechazo para él.  Dio la casualidad de que este amigo estaba sufriendo mucho en aquel momento por su vida amorosa, quizás debido a haberse dejado llevar por los flechazos.  Así cuajó la inspiración para Ensombrecidos por las‘setas’.

¿Cómo comparar lo estrafalario del ámbito del amor con lo estrafalario del ámbito de la arquitectura?  Opté por el diálogo, pues yo estaba apurado de espacio, y el diálogo bien hecho dice más con menos.  Afortunadamente no tuve que describir en detalle el Parasol.  La gran mayoría de mis lectores ya lo han visto, al menos en fotografías.  Lo que más me costó fue representar fielmente la vida amorosa de mi amigo.  La eficacia del artículo dependía de lo bien que podía hacer justicia a esta irracionalidad.  Lo hice en dos gordos y enredadísimos párrafos.  Se sitúan, sin elegancia, en medio del artículo, tal como El Parasol se sitúa en el casco antiguo de Sevilla.

domingo, 3 de febrero de 2013

Literatura a hurtadillas

Acudí a Ignacio F. Garmendia, el crítico literario del Diario de Sevilla, para pedir consejos sobre a qué editoriales les podría interesar un libro basado en los primeros cincuenta capítulos de La Sevilla del guiri.  Resultó que me había leído.  Contento por ello, y queriendo que supiera que yo había investigado el panorama de editoriales por cuenta propia, dejé caer el nombre de una editorial pequeña, local, centrada en libros de calidad, cultos, los que yo llamaría literatura.  “No”, saltó sin dudar.  Recomendó dos otras, también pequeñas y locales pero que apuestan por proyectos más, digamos, comerciales y, sin duda, mucho menos a mi gusto.

Este intercambio con Garmendia hizo que me enfrentara a una temible realidad.  Aunque amo la literatura, aunque sueño con escribirla, es posible que mi obra siempre sea demasiado transparente para llegar a serla.  Mi objetivo como articulista es facilitar el trabajo de mis lectores, y no exigir que se apliquen en comprenderme.  Pongo esmero para que nadie aprecie, a primera lectura, que está leyendo algo que procura ser duradero.  Como dijo el muy (¿quizás demasiado?) accesible poeta estadounidense, Billy Collins: “I do not pester you with the invisible gnats of meaning”.

Quizás así quito la grasa necesaria para que la oferta de mi menú se pegue a las costillas de mis lectores.  El escritor que busca, a toda costa, lo digerible no puede evitar el riesgo de eliminar precisamente el exceso que podría haber convertido su obra en un festín inolvidable.  Aspirar a escribir una obra fácil de digerir y al mismo tiempo imposible de olvidar, además de ser (y por ser) una posibilidad entre un millón, es un reto muy a lo yanqui.

Un par de semanas después de hablar con Garmendia, salió su reseña Estampas de la era ‘beat’, que tocaba a los bad boys Bukowski, Ginsberg y Hunter S. Thompson.  Con referencia al público estadounidense, le salió la siguiente joya de análisis cultural: “Ocurre con los norteamericanos que primero se escandalizan [por la obra de un autor] y luego [la] celebran, en ambos casos más allá de lo razonable”.

Por todo esto, y también gracias a la perspicacia inagotable de mi mujer, y una asistencia penetrante del periodista Paco Correal, surgió y cuajó La verborrea del éxito.