Si mantuviera que
la gente de un sitio es distinta que la gente de otro por sus distintas historias, esta premisa no provocaría sospechas,
pues es casi incuestionable. Pero he
elegido una vía más complicada, insinuando más de una vez, queriendo, que las
diferencias, además de existir por motivos históricos, son intrínsecas. Es un argumento etéreo, por no decir otra
cosa peor. Cualquier lector me podría
poner mil ejemplos que me quitarían la razón.
Con un posicionamiento
tan precario, he tenido que estar hiperalerta al plasmar los textos. Escribía a sabiendas de que, con cualquier desliz,
un aluvión de reproches legítimos me podría caer encima. Algunas veces no he tenido argumento sólido
del que podía agarrar. Son gajes del
oficio. Soy de la opinión de que la
valentía de un escritor radica, al menos en parte, en tener que defender un
posicionamiento que es imposible defender con datos, o aun con lógica. No me estoy echando flores. Soy un escritor ambicioso, no valiente. Si quiero dar la talla, no me queda más
remedio que echarle cojones al asunto.
En El veredicto final, quería hacer dos
cosas, ir terminando la serie con un toque positivo, y saldar cuentas con los
sevillanos, con los que tengo una deuda de gratitud. En La
Sevilla del guiri, he emitido muchos juicos, tanto sobre los
estadounidenses como sobre los sevillanos, pero a los sevillanos les he juzgado
en la cara. Así que, con este penúltimo artículo,
me ocupé en dejar bien claro que sólo el juicio final tiene importancia, pues este
pretende tenerlo todo en cuenta. Estoy
convencido de que, si estamos atentos y si mantenemos la mentalidad abierta,
entonces lo bueno de un pueblo casi siempre tendrá más peso que lo malo. El artículo se centra en los sevillanos, pero
la afirmación vale igualmente bien con referencia a mis propios paisanos,
aunque la mezcla de virtudes y defectos es distinta.
A fin de cuentas,
el ser humano es más bueno que malo.
Otra corazonada mía por la que sólo podría abogar emocionalmente, no
deductivamente. Viva la anécdota.