Mi mujer
(editora) no quería que se publicara La Ciudad Salvadora. Dice que no está a
la altura de los demás de mis artículos.
Puede que tenga razón, aunque temo que lo quería suprimir por dos
motivos que no tienen tanto que ver con calidad artística: uno, por no creer
que un lector español imaginase a un escritor yanqui capaz de burlar de sí
mismo, y, dos, por querer mantener su (nuestra) dignidad, pues el artículo, a
pesar de ridiculizar en vez de imponer mis opiniones, es poco decoroso. Al final, decidí desautorizar a mi señora, en
nombre de la verdad – la verdad sobre mí.
Demasiadas veces, soy como el diálogo del artículo me muestra; así de
superficial, santurrón y sentencioso con los demás. Hablo y pienso como una especie de mezcla de
gurú de autoayuda y beato todo ufano, como si siempre saliera triunfante con mi
sabiduría híbrida, cuando la realidad es otra.
Estoy convencido de que tengo que pasar por estos diálogos internos y
externos, quedando en ridículo delante de los demás, seres queridos y extraños
por igual, y también delante de mí, para, tras tales penalidades, poder, algún
día, ver la luz. Mi duda principal, como
autor del artículo, es si he sido capaz de ilustrar algo importante con mi
confusión, sin haber salido de ella.
¿Quién sabe? En cualquier caso,
he intentado hacer música de ella. El
diálogo bien hecho siempre hace música.
Leer las conversaciones en las obras de Shakespeare, Tennessee Williams o Hemingway, los tres
primeros maestros del diálogo que me acuden a la mente, equivale a estar
embelesado por una composición hipnótica.
Para el escritor, este es el fin del diálogo: proporciona un auténtico
placer musical para el lector.
Pero el diálogo también
funciona como medio para hacer buena literatura. A mi juicio, los tres ingredientes esenciales
para el arte son la expresividad, el ritmo, y la eficacia. En el primero radica la contundencia de la
creación, en el segundo su gancho, y en el tercero su elegancia. Uno se lleva al otro, claro. Mientas voy cogiendo el ritmo idóneo para el
dialogo, las frases siempre se simplifican, se hacen más magras, más
aerodinámicas, y al mismo tiempo más cargadas y explosivas: el punto del
iceberg se recorta, proporcionando la eficacia, y la parte sumergida se
aumenta, proporcionando la expresividad.
Es posible que, después de trabajar tanto en
afinar el ritmo de La Ciudad Salvadora,
la letra sea tonta. Al cantar mis
mezquindades antes de entenderlas del todo, corro riesgos, sin duda. Es posible que acabe rebajándome. Ya publicado
el texto, lo peor que puede pasar es sufrir, junto con mi mujer, una pequeña
humillación. Que me haga más humilde.