Me llevé una decepción
este secreto, aunque no se lo puede negar.
No podía evitar pensar en mi hijo, al que mi mujer y yo estamos
intentando, durante un rato cada noche, enseñar los números.
-No quiero
hacerlo, papá- me dijo una noche-. Es
aburrido.
-Sé que es
aburrido, hijo- empecé a responder, pero mi mujer me cortó:
-No digas que es
aburrido. Estudiar es bonito.
Bueno. Puede ser bonito, y puede ser aburrido
también. Según mi experiencia, tienes
que aguantar lo aburrido, siempre con paciencia, para llegar a lo bonito.
Por ejemplo, no
me gusta escribir; me gusta cuando he escrito bien, es decir, cuando he podido
expresar una parte de mí – una creencia, una característica de mi personalidad,
una forma de pensar, un sentimiento, una vivencia – con tanta claridad que me
ha parecido una epifanía. Ahí radica la
satisfacción del oficio para mí: las sorpresas que conlleva el intento casi diario
de conocerme mejor a través de la escritura.
Eso pese a que a
veces no me cae bien ni él al que voy conociendo, ni el exasperante proceso de
descubrimiento. Hay días en los que me
golpeo la cabeza contra la pared, aun literalmente, porque no me sale nada interesante,
nada nuevo. Soy yo el aburrido.
Del último
borrador de Cumpleaños capitalista, eliminé,
a efectos de concisión, la siguiente pregunta sobre Cuba: “¿Aquellos que
estudian medicina o ingeniería, sabiendo de antemano que van a ganar menos que
un taxista, acaban ejerciendo mejor sus oficios que aquellos que han estudiado
estas carreras porque también son lucrativas?”
A largo plazo, creo que sí. Con
tan poco dinero por medio, la profesión tiene que compensarse por sí solo. Es posible que, si me pagaran bien por mi
obra, no me esforzaría tanto para llegar a estos descubrimientos que merecen
tanto la pena.